Medio (externo-interno)

Andamos sumamente desorientados respecto al papel que juegan tanto en la salud como en la enfermedad, el medio y el microbio (el agente patógeno). Tan inmersos estamos en la filosofía de Pasteur sobre el protagonismo del microbio como agente de enfermedad, que hemos dejado totalmente de lado el medio (en este caso interno) como fundamento de la salud y la enfermedad. La metáfora de la pecera nos ayuda a centrar la cuestión: es inútil medicar a un pez enfermo si el agua de la pecera está contaminada. De ahí que lo más frecuente es que baste limpiar y sanear la pecera, para que el pez se cure por sí mismo. Y basta obviamente mantener sucia la pecera para que el pez enferme por sí mismo, sin necesidad de otras causas. La dialéctica medio – microbio es de suma importancia para enfocar la filosofía y la praxis de la salud.

Al microbio lo tenemos bien localizado. Como antaño a las alimañas (animalia), a éste se le considera malo por definición. ¡Cosas del lenguaje! Pero ¿y el medio? ¿De dónde hemos sacado este palabro? Hoy tenemos muy clara la idea de que el ser vivo es fruto del medio y está sometido a él (por más que la especie humana se crea con derecho a pensar lo contrario y a actuar en consecuencia).

Pero vayamos a su origen. Esta palabra procede del adjetivo latino medius, a, um, con sus derivados medium, i; mediare (part. medians, mediantis); mediator, mediatrix; medianum; mediatus, immediatus, promediatus, etc. El significado de este lexema no sólo se ha mantenido, sino que se ha ampliado considerablemente, de modo que tiene hoy una gran variedad polisémica (no olvidemos los medios). Intentaré explicar por qué a este término le hemos dado el sentido que tiene (acompañado eventualmente del sustantivo “ambiente” -part. pres. de ambire = rodear, envolver; en cuyo caso funciona de adjetivo). Es curiosa la proximidad de medius a médicus. Da que pensar.

El término latino no daba de sí lo suficiente como para llegar al significado que se le dio a partir del siglo XIX en el ámbito de las ciencias sociales, que fue donde nació, y que de ahí se extendió a las ciencias de la naturaleza. La idea de que el entorno natural era determinante en la configuración de los Estados, es de Montesquieu (1689-1755). Fue el precursor de la teoría del determinismo geográfico (que sería uno de los grandes pilares de los nacionalismos); pero su formulación fue muy primaria: reducía el entorno al clima, y sostenía que éste explicaba de manera apodíctica la naturaleza de los hombres y de los pueblos. A pesar de ser tan burda la teoría, levantó un gran entusiasmo, por lo que los filósofos insistieron en la misma dirección. Fue Comte (1798-1857), también francés, al que se considera el creador de la sociología, quien ampliando la visión de Montesquieu, y dándole un mayor fundamento, creó una palabra nueva, con su respectivo concepto, el medio (milieu), que abarcaba además del clima, la configuración del territorio, los recursos que de él se obtienen, la fertilidad de la tierra, la alimentación y la forma de vida resultantes. Y siguiendo los pasos del gran político, ahondó aún más en la idea del determinismo del medio. Había nacido ya un nuevo término cuyo contenido y uso aún tenían que evolucionar.

El filósofo francés Taine (1828-1893) dio un paso más en la consolidación de la teoría sociológica que sostenía que el medio era un factor determinante de la conducta humana tanto individual como colectiva. Vio Taine que tal afirmación no se sostenía, así que perfiló la idea del determinismo (esa era la obsesión filosófica del momento), explicando que al medio había que añadirle dos factores más: la raza y el momentum. Observando, en efecto que un mismo pueblo tiene comportamientos muy distintos en diferentes momentos de su historia, a pesar de ser idénticos el medio y la raza, se vio obligado a admitir este tercer elemento tan variable, y por tanto tan poco determinista. Estas elucubraciones causaron auténtico furor en todas las escuelas filosóficas, y cada uno aportó su grano de arena a la concepción general, típica del XIX, de que cada pueblo tiene marcado su destino, y es en la tierra, en el medio en el que se desarrolla, donde más hondamente está marcado.

Ahí tuvo su origen una honda preocupación por el medio, por el caldo de cultivo en que se desarrollaban las virtudes de los pueblos. Ahí renació el culto a la naturaleza, los escoltas, los naturalistas de todas las especialidades, los geólogos, cartógrafos, etcétera; además de los etnólogos y los sociólogos que examinaban de qué modo contribuía el medio a forjar hombres y pueblos.

Es curioso constatar cómo la teoría feudal de los siervos de la gleba, superada por la Revolución, volvía de la mano de los nuevos amos con otro nombre y otros ropajes. En el Antiguo Régimen, el de los señores y los siervos, estos últimos eran tan producto de la tierra como los olivos o los conejos. Y el señor, no lo era de los hombres (¡estaban ya superados los tiempos de la esclavitud!), sino tan sólo del territorio. Gran sutileza, ¿eh? Simplemente el señor se cuidaba de que los siervos de la gleba no tuvieran forma de escapar de la tierra madre y señora. ¿Y en qué se distinguía eso, de la nueva teoría del “medio” como determinista del destino de la gente que en él se criaba? Con estos mimbres se construyeron el pasado siglo los nacionalismos. La única diferencia es que ahora los siervos de la gleba, al gozar al mismo tiempo del honroso título de soberanos de ésta, representa que son sus propios soberanos: es decir que en cierta manera son siervos de sí mismos, pero siendo la gleba la matriz de la servidumbre. Los mismos perros con diferentes collares. Este “medio” es tan poderoso y tan condicionante de la conducta y de la vida, porque realmente es el origen, el autor y por tanto el dueño de esa vida. A ese medio, en unos momentos se le llamará “La Tierra”, en otros “La Nación”, en otros, “La Patria”.

No debiéramos escandalizarnos de esto, porque tanto en biología como en zoología, el medio es el dueño del ser vivo que en él se cría: no a la inversa. No sólo eso, sino que todos los seres vivos que hay en el medio, forman parte inseparable de éste. De ahí que a la hora de pensar en la salud y en la enfermedad, el medio es primordial. Y si queremos en él seres vivos sanos, más aún, si queremos vivir nosotros sanos en ese nuestro medio, conditio sine qua non es que el propio medio sea y esté sano. Y esto vale tanto para el medio externo (el hábitat) como para el medio interno.

A la hora de valorar la salubridad del medio, es inevitable hacer una reflexión sobre cuánto contribuimos nosotros a su deterioro la mayoría de las veces, y cuánto a su conservación y restauración, que por suerte cada vez hay más: pero lamentablemente éste es tan sólo uno más de los lujos de que disfrutamos los países ricos.

Hemos de ser conscientes, de todos modos, de que en nuestro empeño por configurar el medio a nuestra imagen y semejanza, no hemos hecho más que deteriorarlo: sobre todo cuando consideramos al medio como nuestro proveedor de alimentos. La diferencia de calidad entre lo que nos daría el medio natural y el que nos hemos fabricado nosotros, es muy considerable. Creo que a estas alturas de la película, no hay que esforzarse mucho por convencer a nadie de que estamos obteniendo nuestra alimentación de un medio no sólo severamente mutilado, sino también, y justamente por eso, gravemente enfermo. Tanto, que nos vemos obligados a “medicar” el suelo y las plantas que en él cultivamos, y a los animales a cuya alimentación destinamos el 80% de nuestros cultivos. Resultado de todo ello es que, finalmente, hemos de rematar este proceso de medicación en el final de esa cadena, que somos nosotros. Ésta es nuestra manera de estar en íntima comunión con el medio en el que nos sostenemos. ¡No podía ser de otro modo!

Pero aún sin llegar a este extremo de degradación artificial del medio, sufrimos el nivel natural de degradación, que compartimos con muchas otras especies. Concretamente a los herbívoros (entre los cuales estamos también nosotros a esos efectos) la naturaleza nos dotó de un fidelísimo marcador de nuestro nivel de minerales, que tenemos en el paladar. De manera que cuando éste aprecia que nos faltan, nos manda literalmente a lamer piedras o a beber aguas de alta mineralización para suplir esa falta. La piedra que nosotros hemos elegido para lamer, es la resultante de desecarse naturalmente el agua de mar: la mejor; y el agua de más alta y perfecta mineralización, la del mar: también la mejor. A este respecto nos comportamos igual que los demás herbívoros, pero eligiendo la mejor piedra y la mejor agua para lamer.

¿Y por qué agua de mar o su residuo seco (más transportable y manejable) al que con un notable error de apreciación llamamos sal? Pues porque es en el mar donde se concentra y se guarda en perfecto equilibrio la “naturaleza mineral” de la tierra. Es esto tan cierto que, como demostró el Dr. Maynard Murray, los mejores fertilizantes del suelo son el agua de mar y el residuo seco de ésta: siempre que, como ocurre con todo fertilizante, se administre en la proporción adecuada.

Esto nos lleva a una conclusión, y es que cuando pensamos en nuestro medio, hemos de ir más allá del pedazo de suelo que pisamos, para situarnos exactamente en el planeta. Ése es nuestro auténtico medio. Y precisamente el lugar donde éste mejor se conserva, donde consigue su máximo equilibrio es el mar. Por consiguiente, cuando pensemos en nuestro medio integral, es inevitable que pensemos en el agua de mar: el medio más extendido de todo el planeta, el medio propio del 90% de la biomasa de la Tierra, el medio más propicio para la vida.

Y es que en cuanto llegamos aquí hemos de hablar forzosamente del “medio interno”, no solamente el nuestro sino el de todos los seres vivos. Porque resulta que en el diseño de todos los seres vivos ha estado presente la necesidad de crearse cada uno su propio medio interno que, resumiendo, es copia fiel del medio externo en el momento de surgir la primera célula… ¡del mar! Es decir que el medio interno viene a ser una porción del gran medio externo por excelencia, pero acotado por membranas y otros mecanismos de aislamiento.

Todo parte del gran salto que dio la biología al determinar que la unidad de vida es la célula, no cada uno de los seres vivos. Con lo cual, todo ser vivo (nuestro cuerpo, por ejemplo) se concibe como una aglutinación organizada de células (y formando parte de su ecosistema, los microorganismos que las acompañan) que viven en una especie de pecera esponjosa, que constituye el medio con el que realizan sus intercambios. Y este medio interno nuestro, tiene la misma estructura mineral que el agua de mar (el medio por excelencia), con la única diferencia de que su densidad es menor (exactamente igual que si rebajamos el agua de mar con agua dulce).

Y es al llegar aquí cuando entendemos la importancia capital que tiene mantener este medio interno en su perfecto nivel de salinidad (una salinidad muy singular, que la forman más de 95 elementos) y en perfectas condiciones higiénicas (sin contaminantes y sin desechos estancados que lo intoxiquen). Curiosamente el principal nivelador de este medio es el agua mineral que contiene todos esos minerales (únicamente la del mar) y la sal obtenida por desecación de esta agua, conservando por tanto todos los minerales que ésta contiene. He dicho “nivelador” del medio interno. Por consiguiente no hablo de agua de mar o de sal marina perfecta en grandes cantidades, sino del complemento que necesitamos para suplir lo que con toda seguridad le falta de minerales a nuestra alimentación. Es obviamente el paladar el que nos advierte cuándo nuestros alimentos están escasos de minerales y necesitan ese equilibrador.

Entendamos que si la naturaleza se ha molestado en hacernos tan agradable el comer bien (y la primerísima calidad de la comida es su perfecta mineralización), es porque se trata de una primerísima necesidad que, de no ser correctamente atendida, afectaría severamente a nuestra salud. Estamos hablando del medio interno, que no podemos dejar que se empobrezca, porque a medio y largo plazo, la falta de minerales nos pasa factura. Y no sólo la falta de minerales, sino también la falta de equilibrio mineral (que sólo en el agua de mar podemos encontrar con total seguridad).

Me siento tentado a decir que el medio interno y su cuidado es el reino de la salud, mientras que el microbio y la lucha contra él, pertenecen al reino de la enfermedad. Pasteur fue el rey del microbio. Su concepción de la lucha por la salud combatiendo al microbio, sigue dominando el panorama del actual sistema de salud, que por esa razón está basado en el medicamento. Tengamos en cuenta que su descubrimiento de las bacterias como agentes de enfermedad, fue descomunal. Hasta entonces se desconocía el origen de la mayoría de las enfermedades, lo que hacía prácticamente imposible cualquier diagnóstico y el respectivo tratamiento a él ajustado.

Fue tal el deslumbramiento que ocasionó este hallazgo de Pasteur, que impidió ver otro hallazgo de mayor importancia si cabe, debido a Claude Bernard: el del “medio interno” que garantiza una homeostasis para la que no está diseñado el medio externo.

El concepto de “medio interno” nace de una evidencia: todo organismo recibe impulsos y aportes del medio en que vive. Los organismos unicelulares son capaces de adaptarse a las grandes oscilaciones del medio. Los organismos superiores en cambio, al tener una organización más compleja necesitan una estabilidad del medio: por eso todos ellos se han visto obligados a crear su propio “medio interno” en el que las variaciones no ponen en peligro la vida de las células. Nuestras células no podrían soportar variaciones de temperatura del bajo cero a los más de 40 grados. Por eso nuestro cuerpo ha creado su medio interno acuático formado por la sangre y la linfa para que nuestra temperatura interna se mantenga en los 37 grados. Pocos grados de variación hacia arriba o hacia abajo, hacen que nuestras células enfermen. Quien habla de temperatura, habla de nivel mineral (con la respectiva variedad) al que llamamos salinidad, que es lo que nos interesa con respecto al agua de mar.

Cannon dio un paso más, asentando el concepto de “homeostasis”: «Los seres superiores constituyen un sistema abierto que presenta numerosas relaciones con el entorno. Las modificaciones del medio desencadenan reacciones en el sistema o lo afectan directamente, dando lugar a perturbaciones internas de éste. Tales perturbaciones son normalmente mantenidas en límites estrechos porque unos ajustes automáticos que sobrevienen en el interior del sistema entran en acción, evitándose de esa manera amplias oscilaciones. Las reacciones fisiológicas coordinadas que mantienen la mayoría de los estados estacionarios del cuerpo, son tan complejas y específicas de los organismos vivos, que se ha sugerido el término de homeostasis”

Tan sencillo como que nuestros órganos y nuestras células necesitan estrechos niveles de estabilidad térmica, salina, de pH, etc., por lo que no pueden estar a merced de las variaciones del medio externo.

Necesitan una fijación interna del medio externo con sus características. Eso significa, refiriéndonos a las características “minerales” del medio interno, que nuestro cuerpo ha de mantener, por necesidad homeostásica, una “mineralidad” constante en torno a los 9 gramos de minerales por litro de agua interna (sangre, linfa y demás fluidos). No puede, por tanto, soportar la altísima mineralidad del agua de mar: 36 gramos por litro. Por eso llamamos “isotónica” al agua que tiene el mismo “tono” salino de nuestro cuerpo. “Iso” significa “igual”.

Y aquí aparece otro gran visionario: René Quinton, quien hace aproximadamente un siglo, descubrió que el mar no es ni agua salada, ni agua de sal, ni agua con sal (por ahí nos lleva todavía el lenguaje), sino agua mineral total: la mejor, por supuesto, porque contiene todos los minerales de la tierra (tampoco podría ser de otro modo, dado el aporte constante de minerales al mar a cargo de las lluvias y todas las corrientes de agua). Quintón descubrió hasta 38 minerales presentes en el agua de mar. Hoy sabemos gracias a rigurosos estudios y mediciones de la Universidad de Tokio, que éstos son 95 hasta donde ha llegado su capacidad analítica: muy cerca de la totalidad de la Tabla Periódica. Con los datos que manejó Quinton, se atrevió a proclamar que el agua de mar es el plasma de la Tierra, muy parecido a nuestro plasma sanguíneo y a nuestra linfa, que forman nuestro “medio interno”. Y consecuente con esta visión, utilizó el agua de mar isotónica (rebajando su salinidad hasta la de nuestro cuerpo) como plasma sanguíneo, con unos resultados espectaculares. Demostró que “curar” el medio interno, era curar el cuerpo y recuperar la salud. Suena totalmente obvio que el mar, el medio externo de la primera célula, sea el proveedor de nuestro medio interno: porque nuestras células tienen las mismas características y las mismas necesidades que aquella primera célula. Lo que ha hecho el medio interno es conservar aquel medio sin variaciones que puedan alterar la vida de nuestras células: ni día a día, ni a lo largo de los millones de años: es a lo que llamamos homeostasis.

He aquí pues, de qué modo la salud y la integridad de nuestro organismo dependen de la armonía entre el medio externo, gran proveedor de recursos, y el medio interno, consumidor de estos recursos.

Una última reflexión dedicada a “los medios”. Es como si las palabras trabajasen por su cuenta para configurar la realidad. Porque resulta que los medios se han convertido en nuestro medio acústico, visual e informativo-conformativo. Como los monos aulladores, estamos conectados entre todos nosotros por esta algarabía performativa con todos sus formatos: sonoro, visual y transmisor de datos. La inmensa mayoría de individuos de la especie, no sabemos vivir ya desconectados de este “medio”: estamos tremendamente condicionados por él igual que por el medio biológico. Y también este “medio” formado por los medios determina nuestra forma de ser. Y no en pequeña medida.

Mariano Arnal