Náufrago

Entre los caminos que ingenió el hombre para desarrollar el comercio a larga distancia, los del mar son con mucho los más peligrosos. Pensemos en los caminos de hierro, en las carreteras de toda condición y en las rutas aéreas. Ningún camino (incluidas las rutas fluviales) ha sido tan accidentado como las rutas marítimas.

Frango, frángere, fractum es el verbo latino que significa “romper”. Y la palabra griega ναυς (náus) significa “nave”, que en latín tiene la forma arcaica de nauis y estándar de navis (pl., naves). Podemos entender, pues, que la palabra “naufragio” está compuesta por el primer elemento griego y el segundo latino, o por los dos latinos. En ambos casos significa “rompimiento de la nave”, es decir que el navegante que iba en ella, ha ido a parar al agua y como mucho dispone de alguno de los pecios para ayudarse a flotar. Al ser toda la nave de madera, cada uno de sus fragmentos (si realmente era destrucción y no hundimiento) era un recurso para prolongar la supervivencia del náufrago.

Tan accidentado, que en la antigüedad clásica, junto a los ciegos (uno de ellos, Homero, pues su propio nombre significa “ciego”), tenían reservado el oficio de cantores de gesta (una forma honorable de mendicidad) los náufragos que habían sobrevivido al naufragio pero que habían quedado arruinados. Estos últimos, como los cuentacuentos, llevaban a cuestas la pintura de su naufragio y la contaban (más propiamente la cantaban) a los transeúntes, a cambio de unas monedas.

La muerte del náufrago tenía una pena añadida, que era la de ser pasto de peces rapaces, quedando por tanto sin honras fúnebres y sin sepultura. Recordemos el episodio conmovedor de la Ilíada, en que Príamo accede a entregar a los griegos el cuerpo de Aquiles para que le honren con un entierro digno.

Y siguiendo en las dos primeras obras de nuestra civilización, vemos que si la Ilíada está dedicada a cantar la guerra de Troya, la Odisea canta las infinitas peripecias de Ulises (Odiseo), al que los dioses hacen naufragar una y otra vez en el camino de vuelta a casa. Ése fue el justo castigo por haber engañado a los troyanos con el caballo de Troya, cargado de soldados que fueron la ruina de la ciudad. Los dioses protectores de Troya no se lo perdonaron a Ulises, el principal artífice de esta ruina: por eso una y otra vez le torcieron el camino, imponiéndole así un largo periplo y haciéndole naufragar repetidamente.

naufragio

He ahí pues que la segunda gran obra de la literatura universal (para muchos la primera) está dedicada a cantar uno de los dos acontecimientos de la vida que despertaban mayor interés en los oyentes de los juglares: el primero era la guerra; pero le seguían en interés las peripecias infinitas de un náufrago que no se rinde a la fatalidad. Parece obvio que junto a las incidencias de la guerra, entre las que ocupaban lugar de privilegio los apasionantes combates cuerpo a cuerpo, las aventuras de un náufrago que se salva entre los miles y miles que se ahogan, tenían que ser tema preferentísimo para los oyentes: de lo contrario no hubiesen sido las peripecias de Ulises el tema elegido para una de las mayores obras de la literatura universal.

La pasión por los relatos de náufragos tenía componentes que formaban parte sustancial de la vida y que movían la historia. En la antigüedad, el comercio con mercancías de lejanas tierras era tan arriesgado por la frecuencia de los naufragios, que trabajaba con márgenes astronómicos. El enriquecimiento meteórico y la ruina fulminante formaban parte del mismo concepto de negocio. Junto a estos riesgos, estaba el de la vida de los comerciantes, que no conocían forma mejor de proteger su cargamento, que viajar junto a él. Es evidente que ahí había materia para relatos apasionantes, que empezaban en el montaje del negocio naviero comercial y acababan en el naufragio y en las peripecias del náufrago para poder contarlo.

Una de las costumbres que desarrollaron los náufragos, que confiaban que su cuerpo sería devuelto por el mar a la tierra, fue la de colgarse del cuello joyas de oro y piedras preciosas cuando se veían ya en el riesgo de naufragar, a fin de que quien encontrase su cuerpo en la playa, pudiera resarcirse de los gastos del entierro cristiano y cobrarse su buena obra. Pero la maldad humana aprovechó esta piadosa inclinación de los náufragos para saquear sus cadáveres si los devolvía el mar, y dejarlos sin enterrar. Puesto que por lo general los náufragos eran extranjeros, ésa fue una buena excusa para eludir cualquier obligación respecto a ellos, y de ese modo saquearlos impunemente. Pero no era esto lo peor: en los tiempos de Homero, una de las costumbres bárbaras era propiciarse a los dioses del mar sacrificándoles los náufragos que llegaban vivos a la playa.

En fin, que las formas de morir del náufrago son bien variadas; las posibilidades que tiene de vivir en cambio, son muy limitadas. Por eso resulta tan apasionante que quien ha salido con bien de un naufragio, cuente su experiencia.

Salud

¿Salud y agua de mar? ¡Por supuesto! Tal como “los hombres del río” (los “Iberos”, porque al río lo llamaban Iber), justo por serlo cargaron con la enfermedad a cuestas, y por eso inventaron el saludo (la expresión del deseo de salud); “los hombres del mar” se movieron en otras coordenadas, cuya expresión social era la alegría. Todo el mundo es consciente de que vete a saber por qué extraños mecanismos, unas vacaciones en la playa nos devuelven más sanos de cuerpo y espíritu a la monotonía de cada día. “Algo tendrá el agua cuando la bendicen”: claro que sí, tiene sal, que si no, no hay agua bendita. Y además tiene la mejor sal: la más completa, equilibrada y saludable. Los que se han iniciado en la utilización terapéutica del agua de mar, lo tienen más que sabido.

La palabra salud es antiquísima y primitiva (no deriva de ninguna otra: ni siquiera de sal, aunque sería un caso de “ben trovato”). Es muy singular porque sus fronteras las delimita su contrario, que es la enfermedad y está formada por un numeroso ejército de enfermedades. La salud por sí misma no tiene entidad: debe definirse en negativo como “ausencia de enfermedad”. Igual que la libertad no se define por sí misma, sino por la ausencia de esclavitud. Los hechos que tienen entidad son la enfermedad y la esclavitud; no la salud y la libertad.

Los romanos, que son quienes nos han legado esta palabra, decían: “Una salus victis, nullam sperare salutem, que significa: la única salvación para los vencidos, es no esperar ninguna salvación. Y decían también: “Salutem tibi dico”, que significa: “Te deseo salud” o simplemente, “Te saludo”. Tenemos pues, tres significados en la misma palabra. Pero aunque no nos lo parezca a simple vista, los tres están conectados entre sí, porque salud y salvación se mueven en el mismo campo semántico. La afinidad entre estos términos la tenemos recogida en la expresión “llegar o volver sano y salvo”.

Es que los romanos, que tenían construida su vida sobre la fuerza, a la que por cierto llamaban virtus, se veían igual de perdidos (lo contrario de salvados) si les faltaba la virtus, como si les faltaba la salus. En catalán, al que es debilucho y friolero se le dice: “Poca virtut que tens”, es decir: estás así porque te falta fortaleza (¡virtud!) física. En total consonancia con la palabra “enfermedad” que nos legaron también los romanos en forma de in-fírmitas: falta de firmeza.

Pero aparte de la valoración que hiciesen éstos de la salud, el hecho léxico más notable es que sobre esta palabra construyeron (y nosotros heredamos) el verbo “saludar” y la necesidad-obligación social del saludo que, en rigor, consistía en interesarte por la salud del que se te cruzaba. Y en este caso se usaba indistintamente la fórmula “salutem tibi dico” si era cuestión de pura cortesía, o esta otra: “Quómodo vales?” (¿Qué tal? ¿Cómo estás?), si se tenía interés en tirarle de la lengua al interlocutor. Valere toma en este caso el significado de “valor”, pero relacionado con la salud: en cuyo contexto también nosotros recurrimos al término “valiente” cuando nos referimos a un enfermo que va ganando fuerzas.

La abreviación dejó el saludo romano en “Salve” (imperativo de “salvare”, derivado de “salus”) al inicio del encuentro, y “Vale” a su terminación como despedida. “Vale”es el imperativo de “valere”, verbo derivado de “valor”, palabra latina que hemos heredado sin modificación. De ahí hemos derivado “convalecencia”, “valetudinario” “inválido”, “minusválido”. Curiosamente este “vale” se corresponde con nuestro actual “cuídate” al despedirnos. Una despedida por cierto, que nunca deja de sorprenderme: como si mi interlocutor me viera descuidado o con la salud precaria. Y respecto al “valetudinario”, que para nosotros significa enfermizo, delicado, de salud quebrada, es de notar cómo le hemos dado la vuelta al término, puesto que deriva de “valetudo”, que significa “buena salud”.

Pero es que más allá de las fórmulas que se empleasen entonces y se empleen ahora para saludarnos (muy parecidas por cierto), lo realmente sorprendente es que les importase tanto la salud a los romanos, que la tuvieran siempre en boca, hasta el extremo de hacer del interés por ella una fórmula de cortesía socializadora: ¡la única! Obviamente ha de ser por aquello de que “quien hambre tiene, pan sueña”; es decir que machacada tenían que tener la salud, realmente acosados tenían que estar por la enfermedad, para andar nombrando la salud todo el día. Y la cosa no fue de una temporada, sino de toda la existencia de esa civilización, hasta llegar a traspasarnos no sólo las palabras, sino también la obsesión a la que respondían: porque ¡hay que ver con qué obsesión nos hemos lanzado a luchar por nuestra salud!

Este fenómeno de la obsesión por la salud en forma de lucha contra la enfermedad (no siempre real) manifestada en algo tan significativo como el saludo, tiene una enorme relevancia cultural: tan enorme que alcanza dimensiones antropológicas.

Inmersos como estamos en este mar de enfermedad en que nos hemos instalado, ni tan siquiera se nos ocurre que pueda ser de otro modo y que exista algún otro tipo de saludo que no se refiera a la salud. Pero sí, muy cerca de nuestra cultura, en el mundo griego, tenemos otro “saludo” mucho más luminoso, en el que no se alude ni remotamente a la salud. “Jáire” dicen los griegos cuando se encuentran, y “Jáire” cuando se despiden. ¿Y eso qué es? Pues dicen algo tan bello como “Alégrate”. Exactamente eso: “Alégrate”. Y si son varios, “Jáirete”, alegraos. Χαιρε, χαιρετε.

Pero es que la cosa tampoco es tan simple ni tan inocente; es decir que la distancia entre el “salve” latino y el “jáire” griego es aún mayor: porque cuando uno va con la fórmula completa, tanto la antigua “salutem tibi dico” (se desea lo que no se tiene) o “quómodo vales” y nuestro moderno “qué tal” o “cómo estás”, o “cómo te va”, en realidad es una invitación a hablar de males y calamidades. Es decir que con el nombre y la apariencia del interés por la salud, lo que hacemos es evocar la enfermedad: es que de hecho somos una civilización instalada en la enfermedad y necesitamos evocarla constantemente.

Y tan hecha tenemos el alma a la enfermedad y a la inseguridad (a eso en latín lo llaman infírmitas), que gastamos la mitad de nuestra vida en seguros, prevenciones, asistencias, medicamentos, instituciones hospitalarias… todo un mundo instalado en la enfermedad. Hasta seguros de vida tenemos, con los que se supone que queremos ponernos a salvo ¡también de la muerte! Salve!, salve!, salve!

He ahí cómo se nos ha hecho exageradamente profunda la huella de la obsesión de los romanos por la salud: una obsesión que trasladaron nada menos que al saludo. Motivos tenían, efectivamente, porque el paludismo se los comía, al tener que cultivar en los cenagales del Tíber. Pero ¿y nosotros?

Pues nosotros, tanto obsesionarnos con la salud, hemos dado vida a un monstruo que nos está devorando: las enfermedades producidas por el sistema sanitario (iatrogénicas) se han colocado ya por encima del 50%. ¡Casi nada lo del ojo! Y a esto hay que añadir un nivel tal de envenenamiento por medicación de las plantas y de los animales que comemos, además de nuestro propio envenenamiento a fuerza de consumir cada vez más medicamentos, que se están alzando voces exigiendo una tregua para poner freno a este despropósito. Resulta que cada vez a más gente, la medicina la está matando. Y eso porque un volumen importantísimo de los medicamentos que consumimos, contribuyen poderosamente a enfermarnos. Vivimos mucho más, pero más enfermos y medicados.

¿Sólo eso? ¡Qué va!, aún hay bastante más. Resulta que entre todos hemos construido no sabría decir si un primer, segundo, tercer, cuarto o quinto poder: la “iatrocracia” o poder médico. Por empezar, a todos los médicos los llamamos “doctor”: cuando en su inmensa mayoría no son más que licenciados. En segundo lugar, hemos puesto nuestra salud en sus manos. En tercer lugar hemos dejado que el Estado nos gobierne también a través del sistema sanitario: los médicos están a punto de convertirse en “autoridad”. Y por si faltaba algo, en Estados Unidos ya están trabajando para que el “derecho” a la sanidad pública esté vinculado a la obligación de llevar el chip instalado en tus carnes. Esto será salud, seguro que sí. Pero no salvación, sino perdición. Y como remate, en el vértice de la pirámide del poder de los médicos, se han instalado nada menos que los psiquiatras. Ellos son los que “administran” este poder y definen las políticas estatales de salud, con especial énfasis en la “salud mental”, “salud educativa”, políticas de “lavado ideológico”, “salud conductual”, etc. En una palabra, los psiquiatras son los diseñadores de la salud según el creativo concepto de la OMS.

Y ya como guinda del pastel, la mirífica y beatífica definición de “salud” de la OMS, la Organización Mundial de la Salud: “La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de enfermedad o dolencia”. Es evidente que el desiderátum de la OMS es declararnos enfermos a todos; porque aunque parezca contradictorio, el objeto sobre el que trabaja todo el tinglado de la salud, OMS incluida, no es la salud, sino la enfermedad. De ahí que esta organización no pare de declarar nuevas enfermedades y nuevos enfermos: últimamente ha declarado unos millones más de hipertensos modificando los valores. De todos modos, un “completo bienestar físico”, y “un completo bienestar mental” coronados ambos por “un completo bienestar social”, es difícil imaginar que pueda alcanzarle a mucha gente: cualquier preocupación quiebra el “completo bienestar mental”; y el simple hecho de no llegar a final de mes, cosa que le ocurre por lo menos a tres cuartos de la humanidad, arruina el “completo bienestar social”. En fin, por si no nos hiciesen bastante enfermos las enfermedades y dolencias, hemos de añadir a nuestra propensión a la enfermedad, la escasez o la falta de bienestar físico, mental y social. Si no estamos enfermos por padecer una enfermedad, la OMS nos declara igualmente enfermos por la más leve alteración de nuestro bienestar físico, mental o social. ¡Y nos medica!

¿Y qué podemos hacer ante esto? Pues lo que hicieron los griegos: salirnos de esta charca cenagosa y exclamar con ellos: ¡Jáire, amigo! ¡Jáire, amiga!

 

Mariano Arnal

Medio (externo-interno)

Andamos sumamente desorientados respecto al papel que juegan tanto en la salud como en la enfermedad, el medio y el microbio (el agente patógeno). Tan inmersos estamos en la filosofía de Pasteur sobre el protagonismo del microbio como agente de enfermedad, que hemos dejado totalmente de lado el medio (en este caso interno) como fundamento de la salud y la enfermedad. La metáfora de la pecera nos ayuda a centrar la cuestión: es inútil medicar a un pez enfermo si el agua de la pecera está contaminada. De ahí que lo más frecuente es que baste limpiar y sanear la pecera, para que el pez se cure por sí mismo. Y basta obviamente mantener sucia la pecera para que el pez enferme por sí mismo, sin necesidad de otras causas. La dialéctica medio – microbio es de suma importancia para enfocar la filosofía y la praxis de la salud.

Al microbio lo tenemos bien localizado. Como antaño a las alimañas (animalia), a éste se le considera malo por definición. ¡Cosas del lenguaje! Pero ¿y el medio? ¿De dónde hemos sacado este palabro? Hoy tenemos muy clara la idea de que el ser vivo es fruto del medio y está sometido a él (por más que la especie humana se crea con derecho a pensar lo contrario y a actuar en consecuencia).

Pero vayamos a su origen. Esta palabra procede del adjetivo latino medius, a, um, con sus derivados medium, i; mediare (part. medians, mediantis); mediator, mediatrix; medianum; mediatus, immediatus, promediatus, etc. El significado de este lexema no sólo se ha mantenido, sino que se ha ampliado considerablemente, de modo que tiene hoy una gran variedad polisémica (no olvidemos los medios). Intentaré explicar por qué a este término le hemos dado el sentido que tiene (acompañado eventualmente del sustantivo “ambiente” -part. pres. de ambire = rodear, envolver; en cuyo caso funciona de adjetivo). Es curiosa la proximidad de medius a médicus. Da que pensar.

El término latino no daba de sí lo suficiente como para llegar al significado que se le dio a partir del siglo XIX en el ámbito de las ciencias sociales, que fue donde nació, y que de ahí se extendió a las ciencias de la naturaleza. La idea de que el entorno natural era determinante en la configuración de los Estados, es de Montesquieu (1689-1755). Fue el precursor de la teoría del determinismo geográfico (que sería uno de los grandes pilares de los nacionalismos); pero su formulación fue muy primaria: reducía el entorno al clima, y sostenía que éste explicaba de manera apodíctica la naturaleza de los hombres y de los pueblos. A pesar de ser tan burda la teoría, levantó un gran entusiasmo, por lo que los filósofos insistieron en la misma dirección. Fue Comte (1798-1857), también francés, al que se considera el creador de la sociología, quien ampliando la visión de Montesquieu, y dándole un mayor fundamento, creó una palabra nueva, con su respectivo concepto, el medio (milieu), que abarcaba además del clima, la configuración del territorio, los recursos que de él se obtienen, la fertilidad de la tierra, la alimentación y la forma de vida resultantes. Y siguiendo los pasos del gran político, ahondó aún más en la idea del determinismo del medio. Había nacido ya un nuevo término cuyo contenido y uso aún tenían que evolucionar.

El filósofo francés Taine (1828-1893) dio un paso más en la consolidación de la teoría sociológica que sostenía que el medio era un factor determinante de la conducta humana tanto individual como colectiva. Vio Taine que tal afirmación no se sostenía, así que perfiló la idea del determinismo (esa era la obsesión filosófica del momento), explicando que al medio había que añadirle dos factores más: la raza y el momentum. Observando, en efecto que un mismo pueblo tiene comportamientos muy distintos en diferentes momentos de su historia, a pesar de ser idénticos el medio y la raza, se vio obligado a admitir este tercer elemento tan variable, y por tanto tan poco determinista. Estas elucubraciones causaron auténtico furor en todas las escuelas filosóficas, y cada uno aportó su grano de arena a la concepción general, típica del XIX, de que cada pueblo tiene marcado su destino, y es en la tierra, en el medio en el que se desarrolla, donde más hondamente está marcado.

Ahí tuvo su origen una honda preocupación por el medio, por el caldo de cultivo en que se desarrollaban las virtudes de los pueblos. Ahí renació el culto a la naturaleza, los escoltas, los naturalistas de todas las especialidades, los geólogos, cartógrafos, etcétera; además de los etnólogos y los sociólogos que examinaban de qué modo contribuía el medio a forjar hombres y pueblos.

Es curioso constatar cómo la teoría feudal de los siervos de la gleba, superada por la Revolución, volvía de la mano de los nuevos amos con otro nombre y otros ropajes. En el Antiguo Régimen, el de los señores y los siervos, estos últimos eran tan producto de la tierra como los olivos o los conejos. Y el señor, no lo era de los hombres (¡estaban ya superados los tiempos de la esclavitud!), sino tan sólo del territorio. Gran sutileza, ¿eh? Simplemente el señor se cuidaba de que los siervos de la gleba no tuvieran forma de escapar de la tierra madre y señora. ¿Y en qué se distinguía eso, de la nueva teoría del “medio” como determinista del destino de la gente que en él se criaba? Con estos mimbres se construyeron el pasado siglo los nacionalismos. La única diferencia es que ahora los siervos de la gleba, al gozar al mismo tiempo del honroso título de soberanos de ésta, representa que son sus propios soberanos: es decir que en cierta manera son siervos de sí mismos, pero siendo la gleba la matriz de la servidumbre. Los mismos perros con diferentes collares. Este “medio” es tan poderoso y tan condicionante de la conducta y de la vida, porque realmente es el origen, el autor y por tanto el dueño de esa vida. A ese medio, en unos momentos se le llamará “La Tierra”, en otros “La Nación”, en otros, “La Patria”.

No debiéramos escandalizarnos de esto, porque tanto en biología como en zoología, el medio es el dueño del ser vivo que en él se cría: no a la inversa. No sólo eso, sino que todos los seres vivos que hay en el medio, forman parte inseparable de éste. De ahí que a la hora de pensar en la salud y en la enfermedad, el medio es primordial. Y si queremos en él seres vivos sanos, más aún, si queremos vivir nosotros sanos en ese nuestro medio, conditio sine qua non es que el propio medio sea y esté sano. Y esto vale tanto para el medio externo (el hábitat) como para el medio interno.

A la hora de valorar la salubridad del medio, es inevitable hacer una reflexión sobre cuánto contribuimos nosotros a su deterioro la mayoría de las veces, y cuánto a su conservación y restauración, que por suerte cada vez hay más: pero lamentablemente éste es tan sólo uno más de los lujos de que disfrutamos los países ricos.

Hemos de ser conscientes, de todos modos, de que en nuestro empeño por configurar el medio a nuestra imagen y semejanza, no hemos hecho más que deteriorarlo: sobre todo cuando consideramos al medio como nuestro proveedor de alimentos. La diferencia de calidad entre lo que nos daría el medio natural y el que nos hemos fabricado nosotros, es muy considerable. Creo que a estas alturas de la película, no hay que esforzarse mucho por convencer a nadie de que estamos obteniendo nuestra alimentación de un medio no sólo severamente mutilado, sino también, y justamente por eso, gravemente enfermo. Tanto, que nos vemos obligados a “medicar” el suelo y las plantas que en él cultivamos, y a los animales a cuya alimentación destinamos el 80% de nuestros cultivos. Resultado de todo ello es que, finalmente, hemos de rematar este proceso de medicación en el final de esa cadena, que somos nosotros. Ésta es nuestra manera de estar en íntima comunión con el medio en el que nos sostenemos. ¡No podía ser de otro modo!

Pero aún sin llegar a este extremo de degradación artificial del medio, sufrimos el nivel natural de degradación, que compartimos con muchas otras especies. Concretamente a los herbívoros (entre los cuales estamos también nosotros a esos efectos) la naturaleza nos dotó de un fidelísimo marcador de nuestro nivel de minerales, que tenemos en el paladar. De manera que cuando éste aprecia que nos faltan, nos manda literalmente a lamer piedras o a beber aguas de alta mineralización para suplir esa falta. La piedra que nosotros hemos elegido para lamer, es la resultante de desecarse naturalmente el agua de mar: la mejor; y el agua de más alta y perfecta mineralización, la del mar: también la mejor. A este respecto nos comportamos igual que los demás herbívoros, pero eligiendo la mejor piedra y la mejor agua para lamer.

¿Y por qué agua de mar o su residuo seco (más transportable y manejable) al que con un notable error de apreciación llamamos sal? Pues porque es en el mar donde se concentra y se guarda en perfecto equilibrio la “naturaleza mineral” de la tierra. Es esto tan cierto que, como demostró el Dr. Maynard Murray, los mejores fertilizantes del suelo son el agua de mar y el residuo seco de ésta: siempre que, como ocurre con todo fertilizante, se administre en la proporción adecuada.

Esto nos lleva a una conclusión, y es que cuando pensamos en nuestro medio, hemos de ir más allá del pedazo de suelo que pisamos, para situarnos exactamente en el planeta. Ése es nuestro auténtico medio. Y precisamente el lugar donde éste mejor se conserva, donde consigue su máximo equilibrio es el mar. Por consiguiente, cuando pensemos en nuestro medio integral, es inevitable que pensemos en el agua de mar: el medio más extendido de todo el planeta, el medio propio del 90% de la biomasa de la Tierra, el medio más propicio para la vida.

Y es que en cuanto llegamos aquí hemos de hablar forzosamente del “medio interno”, no solamente el nuestro sino el de todos los seres vivos. Porque resulta que en el diseño de todos los seres vivos ha estado presente la necesidad de crearse cada uno su propio medio interno que, resumiendo, es copia fiel del medio externo en el momento de surgir la primera célula… ¡del mar! Es decir que el medio interno viene a ser una porción del gran medio externo por excelencia, pero acotado por membranas y otros mecanismos de aislamiento.

Todo parte del gran salto que dio la biología al determinar que la unidad de vida es la célula, no cada uno de los seres vivos. Con lo cual, todo ser vivo (nuestro cuerpo, por ejemplo) se concibe como una aglutinación organizada de células (y formando parte de su ecosistema, los microorganismos que las acompañan) que viven en una especie de pecera esponjosa, que constituye el medio con el que realizan sus intercambios. Y este medio interno nuestro, tiene la misma estructura mineral que el agua de mar (el medio por excelencia), con la única diferencia de que su densidad es menor (exactamente igual que si rebajamos el agua de mar con agua dulce).

Y es al llegar aquí cuando entendemos la importancia capital que tiene mantener este medio interno en su perfecto nivel de salinidad (una salinidad muy singular, que la forman más de 95 elementos) y en perfectas condiciones higiénicas (sin contaminantes y sin desechos estancados que lo intoxiquen). Curiosamente el principal nivelador de este medio es el agua mineral que contiene todos esos minerales (únicamente la del mar) y la sal obtenida por desecación de esta agua, conservando por tanto todos los minerales que ésta contiene. He dicho “nivelador” del medio interno. Por consiguiente no hablo de agua de mar o de sal marina perfecta en grandes cantidades, sino del complemento que necesitamos para suplir lo que con toda seguridad le falta de minerales a nuestra alimentación. Es obviamente el paladar el que nos advierte cuándo nuestros alimentos están escasos de minerales y necesitan ese equilibrador.

Entendamos que si la naturaleza se ha molestado en hacernos tan agradable el comer bien (y la primerísima calidad de la comida es su perfecta mineralización), es porque se trata de una primerísima necesidad que, de no ser correctamente atendida, afectaría severamente a nuestra salud. Estamos hablando del medio interno, que no podemos dejar que se empobrezca, porque a medio y largo plazo, la falta de minerales nos pasa factura. Y no sólo la falta de minerales, sino también la falta de equilibrio mineral (que sólo en el agua de mar podemos encontrar con total seguridad).

Me siento tentado a decir que el medio interno y su cuidado es el reino de la salud, mientras que el microbio y la lucha contra él, pertenecen al reino de la enfermedad. Pasteur fue el rey del microbio. Su concepción de la lucha por la salud combatiendo al microbio, sigue dominando el panorama del actual sistema de salud, que por esa razón está basado en el medicamento. Tengamos en cuenta que su descubrimiento de las bacterias como agentes de enfermedad, fue descomunal. Hasta entonces se desconocía el origen de la mayoría de las enfermedades, lo que hacía prácticamente imposible cualquier diagnóstico y el respectivo tratamiento a él ajustado.

Fue tal el deslumbramiento que ocasionó este hallazgo de Pasteur, que impidió ver otro hallazgo de mayor importancia si cabe, debido a Claude Bernard: el del “medio interno” que garantiza una homeostasis para la que no está diseñado el medio externo.

El concepto de “medio interno” nace de una evidencia: todo organismo recibe impulsos y aportes del medio en que vive. Los organismos unicelulares son capaces de adaptarse a las grandes oscilaciones del medio. Los organismos superiores en cambio, al tener una organización más compleja necesitan una estabilidad del medio: por eso todos ellos se han visto obligados a crear su propio “medio interno” en el que las variaciones no ponen en peligro la vida de las células. Nuestras células no podrían soportar variaciones de temperatura del bajo cero a los más de 40 grados. Por eso nuestro cuerpo ha creado su medio interno acuático formado por la sangre y la linfa para que nuestra temperatura interna se mantenga en los 37 grados. Pocos grados de variación hacia arriba o hacia abajo, hacen que nuestras células enfermen. Quien habla de temperatura, habla de nivel mineral (con la respectiva variedad) al que llamamos salinidad, que es lo que nos interesa con respecto al agua de mar.

Cannon dio un paso más, asentando el concepto de “homeostasis”: «Los seres superiores constituyen un sistema abierto que presenta numerosas relaciones con el entorno. Las modificaciones del medio desencadenan reacciones en el sistema o lo afectan directamente, dando lugar a perturbaciones internas de éste. Tales perturbaciones son normalmente mantenidas en límites estrechos porque unos ajustes automáticos que sobrevienen en el interior del sistema entran en acción, evitándose de esa manera amplias oscilaciones. Las reacciones fisiológicas coordinadas que mantienen la mayoría de los estados estacionarios del cuerpo, son tan complejas y específicas de los organismos vivos, que se ha sugerido el término de homeostasis”

Tan sencillo como que nuestros órganos y nuestras células necesitan estrechos niveles de estabilidad térmica, salina, de pH, etc., por lo que no pueden estar a merced de las variaciones del medio externo.

Necesitan una fijación interna del medio externo con sus características. Eso significa, refiriéndonos a las características “minerales” del medio interno, que nuestro cuerpo ha de mantener, por necesidad homeostásica, una “mineralidad” constante en torno a los 9 gramos de minerales por litro de agua interna (sangre, linfa y demás fluidos). No puede, por tanto, soportar la altísima mineralidad del agua de mar: 36 gramos por litro. Por eso llamamos “isotónica” al agua que tiene el mismo “tono” salino de nuestro cuerpo. “Iso” significa “igual”.

Y aquí aparece otro gran visionario: René Quinton, quien hace aproximadamente un siglo, descubrió que el mar no es ni agua salada, ni agua de sal, ni agua con sal (por ahí nos lleva todavía el lenguaje), sino agua mineral total: la mejor, por supuesto, porque contiene todos los minerales de la tierra (tampoco podría ser de otro modo, dado el aporte constante de minerales al mar a cargo de las lluvias y todas las corrientes de agua). Quintón descubrió hasta 38 minerales presentes en el agua de mar. Hoy sabemos gracias a rigurosos estudios y mediciones de la Universidad de Tokio, que éstos son 95 hasta donde ha llegado su capacidad analítica: muy cerca de la totalidad de la Tabla Periódica. Con los datos que manejó Quinton, se atrevió a proclamar que el agua de mar es el plasma de la Tierra, muy parecido a nuestro plasma sanguíneo y a nuestra linfa, que forman nuestro “medio interno”. Y consecuente con esta visión, utilizó el agua de mar isotónica (rebajando su salinidad hasta la de nuestro cuerpo) como plasma sanguíneo, con unos resultados espectaculares. Demostró que “curar” el medio interno, era curar el cuerpo y recuperar la salud. Suena totalmente obvio que el mar, el medio externo de la primera célula, sea el proveedor de nuestro medio interno: porque nuestras células tienen las mismas características y las mismas necesidades que aquella primera célula. Lo que ha hecho el medio interno es conservar aquel medio sin variaciones que puedan alterar la vida de nuestras células: ni día a día, ni a lo largo de los millones de años: es a lo que llamamos homeostasis.

He aquí pues, de qué modo la salud y la integridad de nuestro organismo dependen de la armonía entre el medio externo, gran proveedor de recursos, y el medio interno, consumidor de estos recursos.

Una última reflexión dedicada a “los medios”. Es como si las palabras trabajasen por su cuenta para configurar la realidad. Porque resulta que los medios se han convertido en nuestro medio acústico, visual e informativo-conformativo. Como los monos aulladores, estamos conectados entre todos nosotros por esta algarabía performativa con todos sus formatos: sonoro, visual y transmisor de datos. La inmensa mayoría de individuos de la especie, no sabemos vivir ya desconectados de este “medio”: estamos tremendamente condicionados por él igual que por el medio biológico. Y también este “medio” formado por los medios determina nuestra forma de ser. Y no en pequeña medida.

Mariano Arnal

Medicina

Del grupo léxico médico, es una palabra heredada de los romanos con los mismos valores iniciales que tenía para ellos, a saber: el de ciencia o arte, y el de medicamento o remedio. En la actualidad, el término “medicina” tiene asignado un valor más, de gran peso específico: el de organización. En esta ampliación del significado se refleja (igual que en la enseñanza, por ejemplo) el gran salto de la actividad individual, a la organización potentísima del sector en torno a un cuerpo de doctrina en constante evolución y a unas complejísimas estructuras profesionales y económicas, que han trascendido totalmente la individualidad. El universo de la medicina se gobierna como una de las más potentes industrias, en primera fila en cuanto a desarrollo, investigación y organización; y cuenta con importantes ramificaciones en sectores tan potentes como la agricultura, la ganadería, la industria de elaboración de alimentos y la cosmética.

Yendo al origen latino tenemos, en primer lugar, que la palabra medicina forma parte de un extenso campo léxico formado por una treintena de palabras, entre las que destacan el verbo medeor, cuyo significado primario es cuidar, tratar, y de ahí aplicar remedios (medelae); el participio presente medens, medentis, que funcionó como primitivo nombre del médico (Democrates, e primis medentium = Demócrates, uno de los primeros médicos); el femenino de médicus, que tanto nos cuesta asimilar a la lengua española (al hablante le suena mejor «doctora»): médica, en consonancia con el verbo medeor del que procede, era para los romanos la partera, la comadrona, la enfermera; medicábulum era el lugar adecuado para curarse; medicina llamaban los romanos a la ciencia de curar (que nosotros entendemos por medicina) y a la cirugía. Tenían también fijado para esta palabra el valor de medicamento: medicinam facere alicui = preparar una medicina para alguien. En la fábula de la grulla y el lobo, de Fedro, en la que se atraganta el lobo, vemos claro el valor de cirugía: gruis periculosam fecit medicinam lupo= la grulla le hizo la peligrosa intervención al lobo. Hay que señalar como curiosidad que los romanos llamaban tanto medicina como medicamentum y medicamen a los aceites, tinturas, cremas, ungüentos y pomadas de uso cosmético. El único adjetivo con que calificaban los romanos la medicina, era el de veterinaria, aunque preferían medicina iumentorum, medicina pécorum, mulomedicina. En cambio hoy los adjetivos son numerosos: medicina clínica, medicina doméstica, laboral, legal, forense, pública, privada, preventiva y un largo etcétera, resultado de la extraordinaria evolución que ha experimentado y del enorme peso social que tiene.

Pasando de la medicina al médico, seguimos dependiendo del latín médicus, que significa igual que entre nosotros, médico, cirujano. Y como entre nosotros, tiene también la forma adjetiva médicus, a, um, con el significado de medicinal; y también con el de encantador, hechicero, experto en sortilegios. Vale la pena recordar que antiguamente se distribuyó el trabajo entre el médico (que era el sabio que creaba las medicinas), al que no le estaba bien mancharse las manos; y el cirujano, a cuyo cargo quedaba todo el trabajo manual. Este menester quedaba en manos del barbero.

La palabra “médico” no ha crecido sola. Forman su entorno como antecedente, el verbo medeor; en el mismo plano, medicare, medicina, medicamen, medicamentum, remedium, irremediábilis. La similitud de forma y de significado con el griego medw (médo) y μεδεω (medéo) induce a pensar que el equivalente latino deriva del griego, o que ambos derivan de una misma lengua anterior. En su forma activa significa medir, regular, contener en una medida; en voz media, en cambio (μεδομαι /médomai) significa ocuparse de, preocuparse de, soñar en, pensar en, desear. El sustantivo obtenido del participio presente (μεδων / médon) (=el que se preocupa de, el que tiene alguien a su cuidado), se traduce como «jefe», «rey». La forma μεδεω significa además «reinar». “De casta le viene al galgo”, dice el refrán. Resulta que en su mismo origen, el rey y el médico están emparentados. Quizá estaba escrito ya en las estrellas, que los “cuidadores de la salud” acumularían tanto poder… y tanto dinero (especialmente los laboratorios, parte capital del sistema). No olvidemos al respecto, que lo que más apreció el enfermo del médico, fueron sus “remedios”, es decir los medicamentos. Y recordemos de paso que al médico (igual que al abogado) se le retribuía por lo que valía, no por lo que hacía o trabajaba. Por eso su retribución tenía el concepto de “honorarios” (honoris causa), y jamás el de sueldo, salario, paga, etc. que correspondían al estamento servil.

Función del médico era, pues, preocuparse por el enfermo. Eso explicaría que durante siglos haya funcionado la medicina a distancia. Se consideraba normal que el médico ni viese al enfermo. Lo suyo era fundamentalmente saber y decidir. La visión directa del enfermo no se consideraba que aportase nada decisivo para su curación. Y la fe de éste no nacía de la visión del médico, sino de conocer su dedicación. Pero donde se concentraba finalmente toda la fe del enfermo, era en la medicina. La principal actividad del médico no era, pues, visitar ni cuidar enfermos, sino «crear» para ellos las medicinas adecuadas. Dar con la «fórmula magistral». El enfermo confiaba en el médico en tanto en cuanto éste acertaba a diseñar la medicina adecuada, cuyo secreto se blindaba por todos los medios (uno de ellos, la receta ininteligible). Probablemente es la propia inercia que viene de tan lejos, la que impulsa a muchos pacientes a reclamarle recetas al médico y a acumular cantidad de medicinas; y es también esta misma inercia la que ha hecho posible el mantenimiento de una asistencia primaria basada casi exclusivamente en la receta, como sucedáneo de la asistencia médica.

Obsérvese, sólo de paso, que en la muy probable conexión entre el “médicus” latino y el “médon” griego, se ha mantenido a pesar de los milenios una extraña conexión: el médon griego era uno de los nombres del “rex” latino, dos términos del mismo campo semántico: el que se refiere al cuidado, la preocupación y, como extensión de ésta, la autoridad. La variación léxica latina de rex (rego, régere, rectum) nos da una idea clara de la extensión de este campo significativo. Del cuidar (medéo, régere, rectum), se pasa al mandar (médo/médon, rex) en un abrir y cerrar de ojos. Hemos pasado del ιατρος (iatrós,médico) a la iatrocracia (el dominio de los médicos y el poder de la medicina) sin habernos enterado siquiera. Pero el poder ahí está, y está entre los más grandes y absolutos que rigen nuestra sociedad: nunca jamás tuvo tanto poder el sistema que rige nuestra salud (cada vez hay más dudas sobre si realmente la “cuida”). Y obsérvese también que mientras la medicina, comandada por la farmacología, ha ido a ocupar áreas cada vez más explícitas y extensas de poder (los médicos están a punto de ser declarados “autoridad civil”) la terapéutica (de origen servil) se ha quedado en el ámbito estricto de los cuidados y de la salud.

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Cuando el médico era médicus, es decir en la cultura romana, aún se creía que traía poderes heredados del hechicero de la tribu; que era un encantador, un experto en sortilegios, que tenía algún tipo de contacto con las fuerzas y con los espíritus de la naturaleza, y que gracias a ello obtenía la curación del enfermo. Cuando la ciencia no tiene respuesta, cuando no se conoce la naturaleza de la enfermedad y por tanto no hay capacidad de intervención, se recurre a la invocación de poderes naturales y sobrenaturales. En culturas primitivas era ésa la práctica habitual de la medicina; y en culturas más evolucionadas es un recurso excepcional, pero no ya de carácter médico, sino exclusivamente mágico-religioso.

Ésta fue la medicina sustitutiva de una ciencia que no existía. Incluso en Grecia, patria de la razón, la medicina nació en los templos porque se consideraba que eran finalmente los dioses los que daban y quitaban la salud; e incluso hoy, el enfermo que no ha encontrado remedio en la medicina, antes de tirar la toalla y considerar irreversible su enfermedad, recurre a lo ancestral, al curandero, o a los santos milagreros y a sus templos (hoy es el de Lourdes el que registra mayor actividad). Miles de exvotos dan fe de ello. El índice de eficacia de estas prácticas es muy bajo. Funcionan en tanto en cuanto actúan sobre el componente psíquico que acompaña a toda enfermedad, y solamente cuando éste forma parte sustancial de la etiología y por tanto es capaz de arrastrar a las demás causas. E incluso eventualmente fuera de toda explicación de cualquier tipo.

Si la enfermedad es para el romano aegritudo (melancolía, pesadumbre, aflicción, tristeza), es decir algo fundamentalmente anímico, se entiende que el médico tenga que actuar por una parte sobre el espíritu del enfermo, y por otra se tenga que entender con los espíritus de la naturaleza, al tiempo que aporta los remedios que ahuyenten el mal espíritu que se ha apoderado del enfermo; y que este concepto de médico conviva con el científico que se va abriendo paso. Éste es el concepto holístico de la medicina, pero está muy lejos de entenderlo así la medicina convencional.

Ni las expectativas del enfermo respecto a los «poderes» del médico vienen de la nada, ni le van mal a la medicina estos excesos de fe. La medicina, por científica y tecnificada que sea, no puede ni debe prescindir del componente psíquico de toda enfermedad (ahí está la Nueva Medicina Germánica), puesto que en el menos eficaz de los casos, contribuye a alimentar la fe del paciente y a aliviar en alguna medida su estado de postración (aegritudo).

La pertinacia del enfermo por seguir viendo en el médico al heredero del mago, nos ha dejado dos profundas huellas léxicas: la primera, que el hablante le asigna a todo médico el más alto título académico, «doctor», porque necesita verlo en el más alto nivel del saber. Y la segunda, que se empeña en adjudicarle al médico la facultad de devolverle la salud, de manera que cuando se le dice que el médico sólo cuida («cura») al enfermo, y que es la naturaleza la que le «sana» (Médicus curat, natura sanat), el hablante vuelve a su idea, asignando al término «curar» el valor de «sanar».

Y una última reflexión sobre el dificilísimo camino de entrada que tiene el agua de mar en la medicina. El sistema de salud sólo entiende el “medicamento” como recurso de curación autoaplicable por el enfermo, previa prescripción médica. De ahí que el agua de mar haya podido penetrar en el santuario médico por la única puerta legítima: como producto de laboratorio, con todo lo que ello comporta de formas de promoción y precios. Y ni siquiera con la categoría administrativa de medicamento, sino únicamente como “complemento alimentario”. En Francia fue medicamento durante muchos años y figuró como tal en el Vademécum francés (el Dictionnaire Vidal), hasta que lo hizo inviable la nueva normativa europea del medicamento. En cambio el sector terapéutico la tiene en gran aprecio y la recomienda no sólo como “medicamento” en numerosas terapias, sino también como complemento alimentario y como recurso culinario.

Mariano Arnal

Higiene

Υγιεια (hyguiéia), que significa «salud» es la palabra griega que ha usado la medicina para ponerle un nombre de postín a la limpieza. (Los anunciantes de productos de limpieza suelen recrearse en la redundancia «higiénicamente limpio»). De todos modos, en esta palabra, y en especial en relación con su sinónima latina «sanidad» se han producido algunos fenómenos interesantes. Mientras que se está generalmente de acuerdo en que con el sustantivo «higiene» denominamos «la ciencia que trata de la salud y su conservación», o según otra definición parecida, «la parte de la medicina que tiene por objeto la conservación y mejoramiento de la salud individual y colectiva», en cuanto pasamos a su adjetivo, «higiénico», hemos rebajado de tal manera su categoría científica, que llegamos al objeto que determina la más alta frecuencia de uso de este adjetivo: el «papel higiénico».

Con la palabra «sanitario», derivada de «sano», llegamos también a terminales curiosos: «el personal sanitario», «el sanitario» tratándose de una sola persona de este colectivo, «lo sanitario» (en referencia a todo aquello que tiene que ver con la sanidad, más que con la salud) y «los sanitarios», que así se llaman en el sector de la construcción los elementos propios del cuarto de baño: wáter (el sanitario por excelencia), lavabo, bañera, videt. Parece que fue la firma Roca la que puso en circulación este uso del término en el enunciado «Sanitarios Roca».

Para los griegos υγιεια (hyguiéia) significaba «salud» sin más, aunque se usaba también esta palabra como sinónimo de medicina. Con inicial mayúscula, era el nombre de Higea, diosa de la salud, hija (en algunos mitos, esposa) de Esculapio, asociada al culto de este dios. Higea solía usarse también como adjetivo acompañando a otras divinidades que no son especialmente sanadoras como Deméter y Atenea.

Más de una veintena de palabras forman el campo léxico de υγιεια. Y una aclaración ortográfica: la h le viene a higiene, igual que a historia, Homero, etc. de un signo que va encima de la vocal inicial (que no puedo reproducir en este programa), que se llama «espíritu áspero» y que indica que esa vocal ha de pronunciarse aspirada. Esa aspiración se transcribe mediante la h, que nosotros no aspiramos, pero los ingleses sí.

Donde acaba de asentarse el significado de higiene es en las especificaciones: «higiene privada» por oposición a «higiene pública», «higiene social» (en la que se engloban la higiene sexual, la «higiene mental», la «higiene terapéutica», la «higiene industrial», etc.)

Lo históricamente relevante es que nuestra civilización, procedente de la romana, tan adicta a los baños, vivió de espaldas al agua durante muchos siglos. Es el caso que los romanos construyeron lujosas termas en todas las ciudades de alguna importancia, y fue un hábito común la práctica del baño y de lo que hoy llamamos “higiene” en los baños públicos. Pero la decadencia de las costumbres que precedió al derrumbe del imperio, acabó convirtiendo estos lugares en casas de citas, de prostitución y de escándalo. Eso dio lugar a que la gente normal dejara de frecuentarlos, con lo que se acentuó aún más su aspecto decadente. Los moralistas, obviamente, arremetieron contra ellos. Resultado de todo ello fue que la inmoralidad y los baños quedaron definitivamente vinculados. La gente decente no frecuentaba los baños; y como no los había privados, el resultado fue que Europa vivió de espaldas al agua y a la “higiene” durante más de 1.500 años.

Nadie duda de que las grandes epidemias de peste tenían su origen en la tremenda falta de higiene. La Ilíada empieza contando que en el campamento griego, la peste mataba más soldados que la guerra (lo atribuían a las flechas de Apolo). Y de Troya sabemos un montón porque se han excavado 10 ciudades, cada una edificada sobre los escombros de la anterior. Y tampoco era mejor la situación de Roma. Al perfilar el calendario, muy al principio, y tener que añadirle meses (empezaba el año en marzo: de ahí que septiembre, octubre, noviembre y diciembre fueran los meses séptimo, octavo, noveno y décimo), decidieron dedicar todo un mes, el de febrero, a la limpieza, que buena falta les hacía (februarius es el mes de la purificación), y celebraban el resultado con el carrusel del carnaval. “Februa” eran las ceremonias lustrales (de limpieza) y de purificación (todas las cosas esenciales de la vida se ritualizan). Un mes al año dedicado a estos menesteres, y un año de cada 5 (el lustro) destinado al mismo objetivo, no estaba nada mal.

Es que, tal como la naturaleza no produce basura propiamente, puesto que el reciclaje le es consustancial, la civilización es una tremendísima fábrica de basura. Si lo sabrían los romanos, que ya 600 años antes de Cristo construyeron la Cloaca Máxima que, además de drenar las aguas pluviales (recordemos que Roma se construyó sobre 7 colinas), arrastraba hacia el río todos los desechos de la ciudad, para que fueran éste y el mar quienes los reciclaran. Muchísima basura en fin de cuentas. Y luego estaban las cuadras (por lo menos para la fuerza motriz de entonces, que eran los caballos), en las que desembocaban las letrinas, si las había, o que eran directamente el aliviadero de tripas y vejigas. Y además, “el arroyo” que discurría entre medio de cada dos hileras de casas que daban la cara a la respectiva calle y se daban la espalda entre sí. Eran las lluvias las que limpiaban ese arroyo al que se lanzaban toda clase de desechos, incluidos los de los “vasos de noche”. En fin, que formaba parte de la normalidad más absoluta, vivir rodeado de basuras. Y menos mal que los romanos tenían las termas, que compensaban tanta suciedad del ambiente con una exquisita higiene personal.

Pero cuando se acabaron los baños, lo demás siguió exactamente igual. En el palacio de Versalles (siglo XVII) no había cuartos de baño ni nada que se le pareciese. Rincones sí, muchos, y personal de servicio para limpiar lo que los/las nobles ensuciaban. Fue más tarde cuando se construyeron para esos menesteres esa especie de garitas colgadas en el exterior de las casas que luego fueron a parar a las galerías. Los bajantes conducían las “aguas servidas” a la red de cloacas si las había; y si no, al arroyo. Tenían que estar en el exterior, puesto que no había manera de evitar los malos olores. Hasta que se descubrió el desagüe en sifón (el wáter closed), el único tapón hermético que evita la subida de olores de la cloaca. A partir de ahí la higiene dio un vuelco espectacular: se podían instalar “cuartos de baño” en cualquier lugar de la casa, con tal que hubiese al menos una chimenea de ventilación. Y se llamaron “baños” o “cuartos de baño” porque eso fue lo más llamativo: que con ellos entró el “balneario” en casa. Termal por más señas. Y de eso hace menos de un siglo. Lo esencial es que había entrado el agua a las casas y que con este fenómeno se había inaugurado una nueva era por lo que respecta a la salud derivada de la simple limpieza (básicamente del agua y el jabón). A este nuevo impulso específico y externo de la salud se lo llamó “higiene”.

Simultáneo a este movimiento de la higiene doméstica, se desarrolló el de los balnearios y baños públicos. Se redescubrieron miles de fuentes mineromedicinales y termales en toda Europa y en su área de influencia, y se reconstruyeron sobre ellas o se construyeron de nuevo establecimientos balnearios. Además del poder curativo y preventivo del agua y el jabón, se descubrieron distintas aguas con poderes curativos diferenciados en razón de los minerales que contenían. Todo esto, obviamente, formaba parte del concepto de higiene que se había puesto de moda. Pero finalmente quedó reducido este concepto al agua y al jabón. Al servicio de esta higiene se abrieron en las ciudades numerosos baños públicos que ofrecían básicamente el servicio de duchas hasta que se generalizaron éstas en las casas.

Y ahora viene lo más espectacular de este redescubrimiento del agua para la salud: entre los balnearios de aguas mineromedicinales, estaban también los balnearios marinos en las playas, como una opción más. Se habían descubierto también las virtudes del agua de mar. Y como en los balnearios se valoraba no sólo el agua, sino también el clima, ya que la hidroterapia y la climatoterapia fueron siempre juntas, resulta que al principio en las playas se valoraba mucho más el clima que el agua: de ahí que en muchas de éstas, junto a los merenderos se instalaran “baños”, pero de agua dulce. Se había descubierto, en efecto, que para la tremenda plaga de la tuberculosis no había mejor remedio que el clima de la playa: tanto para prevenir como para curar.

Al principio había una enorme prevención contra el agua de mar: los baños tenían que hacerse por prescripción facultativa y bajo la atenta mirada del médico, que vigilaba en la caseta sobre ruedas arrastrada al interior del agua por un mulo, preparada con una cama y personal auxiliar que esperaban al bañista con una buena calefacción y cantidad de toallas para reanimarlo y hacerle entrar en calor. Los pobres naturalmente tuvieron que apañarse sin mulo, sin caseta y sin médico. Y fue así como fueron tomándole confianza al agua de mar… hasta llegar al espectacular fenómeno de las playas abarrotadas todos los veranos en todo el mundo.

Entretanto, gracias a René Quinton se descubrieron las enormes propiedades curativas del agua de mar, muy superiores a las de cualquier otra agua mineromedicinal. Creció así el prestigio del agua de mar, junto con el de la playa: los beneficios para la salud eran evidentes. La playa fue el gran recurso de los pobres para prevenir y curar la tuberculosis (los ricos tenían la recién descubierta y carísima penicilina); fue el mejor lenitivo para la psoriasis y demás problemas dermatológicos; fue un regulador hormonal y tonificador nervioso indiscutible. La prueba de esta secuencia de evidencias es que quien descubría la playa, ya no podía renunciar a ella. Y así fue como se generó una poderosísima corriente de turismo hacia la playa: el segmento turístico más potente en todo el mundo. Hasta hoy, y creciendo.

Y al mismo tiempo ocurría otro fenómeno singular: el progresivo agotamiento del agua de los ríos y de los acuíferos empleada para atender la demanda imparable de agua para la higiene. Este fenómeno ha hecho que en países de escasos recursos de agua dulce, las compañías suministradoras hayan decidido proveer a las casas con carácter gratuito, de una doble instalación de agua de mar para el baño, a fin de potenciar el ahorro de la carísima agua dulce que suministran. Con la enorme ventaja de que, haciendo de necesidad virtud, los que se han habituado al agua de mar para la higiene personal, han descubierto en ella un potencial de salud que no alcanza ni de lejos el agua dulce. El resultado evidente es que gracias a la sustitución en los baños del agua dulce por el agua de mar “para la higiene”, nos hemos encontrado con que estamos abriéndole camino a la higiene de segunda generación, mucho más potente que la primera.

Mariano Arnal

.Presentación

PALABRAS QUE SON COSAS

Somos irremediablemente “el animal que habla”. A eso lo llamaron en griego “Zóon loguikón” (tentaciones da de traducirlo como “el animal lógico”; pero no, no es ésa la idea). El problema de esa definición es que mientras los griegos expresan con una sola palabra: “LÓGOS” dos conceptos, el de “Palabra” y el de “Razón”, en latín necesitaron un nombre para cada uno de estos conceptos: “Verbum” para expresar la “Palabra”, y “Ratio” para expresar la “Razón”. Con el inconveniente añadido de que el “Verbum” latino es polisémico, pues denomina a la vez la categoría gramatical del “Verbo” y el concepto de “Palabra”.

En resumen, que a la hora de traducir la definición aristotélica de Hombre, a lo que Aristóteles llamó en realidad “el animal que habla”, los romanos lo llamaron “el animal que razona” o “animal racional”. El enredo no es de menor cuantía. Si toda definición se hace atendiendo a los caracteres más inmediatamente perceptibles, es obvio que lo más perceptible en el animal hombre como diferencial de los demás animales, es que habla; porque lo de razonar, que obviamente acompaña o sigue al hablar, no es algo evidente (sobre todo si lo separamos del habla), algo que se perciba con los sentidos, sino algo que se deduce. De ahí que el Zóon Loguikón (Ζωον Λογικον) de Aristóteles no puede ser otro que el “Animal hablador” que le entendieron todos los griegos. Pero como los romanos no pudieron traducir “Animal Verbale”, que hubiese quedado muy chusco, tradujeron “Animal Rationale”: por eso nosotros definamos al hombre como “Animal Racional” en vez de definirlo como “Animal Hablador”. ¡Menudo enredo!

Es esa condición de “Animal Hablador” que tan bien define nuestra condición humana, la que nos fuerza a entenderlo y expresarlo todo con PALABRAS (en latín, “verba”, y en griego “lógoi”).

Y obviamente, cuando entramos en el territorio sagrado de las PALABRAS QUE SON COSAS, porque nos referimos con ellas a entes de razón (ahí entran todas las ciencias, más el derecho, más la filosofía… ¿y la poesía?), no queda más remedio que proceder VERBATIM, es decir palabra por palabra, dando cuenta estricta del valor de cada una.

Y creo que esto es especialmente importante para nosotros que nos dedicamos a arar en el mar. Bastante difícil es que se mantengan abiertos los surcos que en él abrimos, para que vayamos dejando por ahí cabos sueltos y, además de tropezar con la ciencia, tropecemos con las palabras.

Pues bien, a eso dedicaré esta nueva sección con verdadera fruición: porque éste es para mí un quehacer de lujo. Mi formación en lenguas clásicas me ha forzado a ser analítico y me he empleado extensa e intensamente en el análisis de las palabras, sus formas y sus funciones. Y me he dedicado a jugar con ellas en el ámbito de una disciplina a la que llaman “lexicología”.

Llevo miles de partidas jugadas en este deporte; así que entrenamiento no me falta. Cuento además con un considerable yacimiento de fondos propios. Lo que pienso hacer de diferencial en esta sección, es aludir siempre a la conexión fuerte o débil que tenga la palabra con el agua de mar. Si abordo, por ejemplo, la palabra “colesterol”, me referiré al hecho de que todos los que se hacen análisis periódicos de sangre, al consumir agua de mar constatan que se les regula el colesterol. E intentaré además explicar por qué.

Por eso confío en que a medida que vaya creciendo esta sección, aquamaris.org se convertirá en página de referencia léxica en el entorno de los recursos naturales para la salud.

De todos modos, si he de sincerarme con mis futuros lectores, he de decir que igual que es difícil mantener una conversación sobre cualquier tema con un médico o con un economista, pongamos por caso, sin que “impriman” si visión médica o economicista a cualquier tema, del mismo modo se le hace difícil a un lexicólogo hablar de cualquier cosa sin sacar a colación las palabras con que éstas se nombran como la clave de que esas cosas sean como son. En fin, que cada uno lleva el agua a su molino, y yo llevo el agua al molino de las palabras. Si éstas no son la clave de la realidad que nombran, sí son al menos un prisma diferente que arroja una luz peculiar sobre las cosas. Confío en que esta nueva sección de aquamaris.org despertará el interés de aquellos a quienes les resulte atractivo ver las cosas iluminadas por esa otra luz.

Mariano Arnal