Salud

¿Salud y agua de mar? ¡Por supuesto! Tal como “los hombres del río” (los “Iberos”, porque al río lo llamaban Iber), justo por serlo cargaron con la enfermedad a cuestas, y por eso inventaron el saludo (la expresión del deseo de salud); “los hombres del mar” se movieron en otras coordenadas, cuya expresión social era la alegría. Todo el mundo es consciente de que vete a saber por qué extraños mecanismos, unas vacaciones en la playa nos devuelven más sanos de cuerpo y espíritu a la monotonía de cada día. “Algo tendrá el agua cuando la bendicen”: claro que sí, tiene sal, que si no, no hay agua bendita. Y además tiene la mejor sal: la más completa, equilibrada y saludable. Los que se han iniciado en la utilización terapéutica del agua de mar, lo tienen más que sabido.

La palabra salud es antiquísima y primitiva (no deriva de ninguna otra: ni siquiera de sal, aunque sería un caso de “ben trovato”). Es muy singular porque sus fronteras las delimita su contrario, que es la enfermedad y está formada por un numeroso ejército de enfermedades. La salud por sí misma no tiene entidad: debe definirse en negativo como “ausencia de enfermedad”. Igual que la libertad no se define por sí misma, sino por la ausencia de esclavitud. Los hechos que tienen entidad son la enfermedad y la esclavitud; no la salud y la libertad.

Los romanos, que son quienes nos han legado esta palabra, decían: “Una salus victis, nullam sperare salutem, que significa: la única salvación para los vencidos, es no esperar ninguna salvación. Y decían también: “Salutem tibi dico”, que significa: “Te deseo salud” o simplemente, “Te saludo”. Tenemos pues, tres significados en la misma palabra. Pero aunque no nos lo parezca a simple vista, los tres están conectados entre sí, porque salud y salvación se mueven en el mismo campo semántico. La afinidad entre estos términos la tenemos recogida en la expresión “llegar o volver sano y salvo”.

Es que los romanos, que tenían construida su vida sobre la fuerza, a la que por cierto llamaban virtus, se veían igual de perdidos (lo contrario de salvados) si les faltaba la virtus, como si les faltaba la salus. En catalán, al que es debilucho y friolero se le dice: “Poca virtut que tens”, es decir: estás así porque te falta fortaleza (¡virtud!) física. En total consonancia con la palabra “enfermedad” que nos legaron también los romanos en forma de in-fírmitas: falta de firmeza.

Pero aparte de la valoración que hiciesen éstos de la salud, el hecho léxico más notable es que sobre esta palabra construyeron (y nosotros heredamos) el verbo “saludar” y la necesidad-obligación social del saludo que, en rigor, consistía en interesarte por la salud del que se te cruzaba. Y en este caso se usaba indistintamente la fórmula “salutem tibi dico” si era cuestión de pura cortesía, o esta otra: “Quómodo vales?” (¿Qué tal? ¿Cómo estás?), si se tenía interés en tirarle de la lengua al interlocutor. Valere toma en este caso el significado de “valor”, pero relacionado con la salud: en cuyo contexto también nosotros recurrimos al término “valiente” cuando nos referimos a un enfermo que va ganando fuerzas.

La abreviación dejó el saludo romano en “Salve” (imperativo de “salvare”, derivado de “salus”) al inicio del encuentro, y “Vale” a su terminación como despedida. “Vale”es el imperativo de “valere”, verbo derivado de “valor”, palabra latina que hemos heredado sin modificación. De ahí hemos derivado “convalecencia”, “valetudinario” “inválido”, “minusválido”. Curiosamente este “vale” se corresponde con nuestro actual “cuídate” al despedirnos. Una despedida por cierto, que nunca deja de sorprenderme: como si mi interlocutor me viera descuidado o con la salud precaria. Y respecto al “valetudinario”, que para nosotros significa enfermizo, delicado, de salud quebrada, es de notar cómo le hemos dado la vuelta al término, puesto que deriva de “valetudo”, que significa “buena salud”.

Pero es que más allá de las fórmulas que se empleasen entonces y se empleen ahora para saludarnos (muy parecidas por cierto), lo realmente sorprendente es que les importase tanto la salud a los romanos, que la tuvieran siempre en boca, hasta el extremo de hacer del interés por ella una fórmula de cortesía socializadora: ¡la única! Obviamente ha de ser por aquello de que “quien hambre tiene, pan sueña”; es decir que machacada tenían que tener la salud, realmente acosados tenían que estar por la enfermedad, para andar nombrando la salud todo el día. Y la cosa no fue de una temporada, sino de toda la existencia de esa civilización, hasta llegar a traspasarnos no sólo las palabras, sino también la obsesión a la que respondían: porque ¡hay que ver con qué obsesión nos hemos lanzado a luchar por nuestra salud!

Este fenómeno de la obsesión por la salud en forma de lucha contra la enfermedad (no siempre real) manifestada en algo tan significativo como el saludo, tiene una enorme relevancia cultural: tan enorme que alcanza dimensiones antropológicas.

Inmersos como estamos en este mar de enfermedad en que nos hemos instalado, ni tan siquiera se nos ocurre que pueda ser de otro modo y que exista algún otro tipo de saludo que no se refiera a la salud. Pero sí, muy cerca de nuestra cultura, en el mundo griego, tenemos otro “saludo” mucho más luminoso, en el que no se alude ni remotamente a la salud. “Jáire” dicen los griegos cuando se encuentran, y “Jáire” cuando se despiden. ¿Y eso qué es? Pues dicen algo tan bello como “Alégrate”. Exactamente eso: “Alégrate”. Y si son varios, “Jáirete”, alegraos. Χαιρε, χαιρετε.

Pero es que la cosa tampoco es tan simple ni tan inocente; es decir que la distancia entre el “salve” latino y el “jáire” griego es aún mayor: porque cuando uno va con la fórmula completa, tanto la antigua “salutem tibi dico” (se desea lo que no se tiene) o “quómodo vales” y nuestro moderno “qué tal” o “cómo estás”, o “cómo te va”, en realidad es una invitación a hablar de males y calamidades. Es decir que con el nombre y la apariencia del interés por la salud, lo que hacemos es evocar la enfermedad: es que de hecho somos una civilización instalada en la enfermedad y necesitamos evocarla constantemente.

Y tan hecha tenemos el alma a la enfermedad y a la inseguridad (a eso en latín lo llaman infírmitas), que gastamos la mitad de nuestra vida en seguros, prevenciones, asistencias, medicamentos, instituciones hospitalarias… todo un mundo instalado en la enfermedad. Hasta seguros de vida tenemos, con los que se supone que queremos ponernos a salvo ¡también de la muerte! Salve!, salve!, salve!

He ahí cómo se nos ha hecho exageradamente profunda la huella de la obsesión de los romanos por la salud: una obsesión que trasladaron nada menos que al saludo. Motivos tenían, efectivamente, porque el paludismo se los comía, al tener que cultivar en los cenagales del Tíber. Pero ¿y nosotros?

Pues nosotros, tanto obsesionarnos con la salud, hemos dado vida a un monstruo que nos está devorando: las enfermedades producidas por el sistema sanitario (iatrogénicas) se han colocado ya por encima del 50%. ¡Casi nada lo del ojo! Y a esto hay que añadir un nivel tal de envenenamiento por medicación de las plantas y de los animales que comemos, además de nuestro propio envenenamiento a fuerza de consumir cada vez más medicamentos, que se están alzando voces exigiendo una tregua para poner freno a este despropósito. Resulta que cada vez a más gente, la medicina la está matando. Y eso porque un volumen importantísimo de los medicamentos que consumimos, contribuyen poderosamente a enfermarnos. Vivimos mucho más, pero más enfermos y medicados.

¿Sólo eso? ¡Qué va!, aún hay bastante más. Resulta que entre todos hemos construido no sabría decir si un primer, segundo, tercer, cuarto o quinto poder: la “iatrocracia” o poder médico. Por empezar, a todos los médicos los llamamos “doctor”: cuando en su inmensa mayoría no son más que licenciados. En segundo lugar, hemos puesto nuestra salud en sus manos. En tercer lugar hemos dejado que el Estado nos gobierne también a través del sistema sanitario: los médicos están a punto de convertirse en “autoridad”. Y por si faltaba algo, en Estados Unidos ya están trabajando para que el “derecho” a la sanidad pública esté vinculado a la obligación de llevar el chip instalado en tus carnes. Esto será salud, seguro que sí. Pero no salvación, sino perdición. Y como remate, en el vértice de la pirámide del poder de los médicos, se han instalado nada menos que los psiquiatras. Ellos son los que “administran” este poder y definen las políticas estatales de salud, con especial énfasis en la “salud mental”, “salud educativa”, políticas de “lavado ideológico”, “salud conductual”, etc. En una palabra, los psiquiatras son los diseñadores de la salud según el creativo concepto de la OMS.

Y ya como guinda del pastel, la mirífica y beatífica definición de “salud” de la OMS, la Organización Mundial de la Salud: “La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de enfermedad o dolencia”. Es evidente que el desiderátum de la OMS es declararnos enfermos a todos; porque aunque parezca contradictorio, el objeto sobre el que trabaja todo el tinglado de la salud, OMS incluida, no es la salud, sino la enfermedad. De ahí que esta organización no pare de declarar nuevas enfermedades y nuevos enfermos: últimamente ha declarado unos millones más de hipertensos modificando los valores. De todos modos, un “completo bienestar físico”, y “un completo bienestar mental” coronados ambos por “un completo bienestar social”, es difícil imaginar que pueda alcanzarle a mucha gente: cualquier preocupación quiebra el “completo bienestar mental”; y el simple hecho de no llegar a final de mes, cosa que le ocurre por lo menos a tres cuartos de la humanidad, arruina el “completo bienestar social”. En fin, por si no nos hiciesen bastante enfermos las enfermedades y dolencias, hemos de añadir a nuestra propensión a la enfermedad, la escasez o la falta de bienestar físico, mental y social. Si no estamos enfermos por padecer una enfermedad, la OMS nos declara igualmente enfermos por la más leve alteración de nuestro bienestar físico, mental o social. ¡Y nos medica!

¿Y qué podemos hacer ante esto? Pues lo que hicieron los griegos: salirnos de esta charca cenagosa y exclamar con ellos: ¡Jáire, amigo! ¡Jáire, amiga!

 

Mariano Arnal