Salud

¿Salud y agua de mar? ¡Por supuesto! Tal como “los hombres del río” (los “Iberos”, porque al río lo llamaban Iber), justo por serlo cargaron con la enfermedad a cuestas, y por eso inventaron el saludo (la expresión del deseo de salud); “los hombres del mar” se movieron en otras coordenadas, cuya expresión social era la alegría. Todo el mundo es consciente de que vete a saber por qué extraños mecanismos, unas vacaciones en la playa nos devuelven más sanos de cuerpo y espíritu a la monotonía de cada día. “Algo tendrá el agua cuando la bendicen”: claro que sí, tiene sal, que si no, no hay agua bendita. Y además tiene la mejor sal: la más completa, equilibrada y saludable. Los que se han iniciado en la utilización terapéutica del agua de mar, lo tienen más que sabido.

La palabra salud es antiquísima y primitiva (no deriva de ninguna otra: ni siquiera de sal, aunque sería un caso de “ben trovato”). Es muy singular porque sus fronteras las delimita su contrario, que es la enfermedad y está formada por un numeroso ejército de enfermedades. La salud por sí misma no tiene entidad: debe definirse en negativo como “ausencia de enfermedad”. Igual que la libertad no se define por sí misma, sino por la ausencia de esclavitud. Los hechos que tienen entidad son la enfermedad y la esclavitud; no la salud y la libertad.

Los romanos, que son quienes nos han legado esta palabra, decían: “Una salus victis, nullam sperare salutem, que significa: la única salvación para los vencidos, es no esperar ninguna salvación. Y decían también: “Salutem tibi dico”, que significa: “Te deseo salud” o simplemente, “Te saludo”. Tenemos pues, tres significados en la misma palabra. Pero aunque no nos lo parezca a simple vista, los tres están conectados entre sí, porque salud y salvación se mueven en el mismo campo semántico. La afinidad entre estos términos la tenemos recogida en la expresión “llegar o volver sano y salvo”.

Es que los romanos, que tenían construida su vida sobre la fuerza, a la que por cierto llamaban virtus, se veían igual de perdidos (lo contrario de salvados) si les faltaba la virtus, como si les faltaba la salus. En catalán, al que es debilucho y friolero se le dice: “Poca virtut que tens”, es decir: estás así porque te falta fortaleza (¡virtud!) física. En total consonancia con la palabra “enfermedad” que nos legaron también los romanos en forma de in-fírmitas: falta de firmeza.

Pero aparte de la valoración que hiciesen éstos de la salud, el hecho léxico más notable es que sobre esta palabra construyeron (y nosotros heredamos) el verbo “saludar” y la necesidad-obligación social del saludo que, en rigor, consistía en interesarte por la salud del que se te cruzaba. Y en este caso se usaba indistintamente la fórmula “salutem tibi dico” si era cuestión de pura cortesía, o esta otra: “Quómodo vales?” (¿Qué tal? ¿Cómo estás?), si se tenía interés en tirarle de la lengua al interlocutor. Valere toma en este caso el significado de “valor”, pero relacionado con la salud: en cuyo contexto también nosotros recurrimos al término “valiente” cuando nos referimos a un enfermo que va ganando fuerzas.

La abreviación dejó el saludo romano en “Salve” (imperativo de “salvare”, derivado de “salus”) al inicio del encuentro, y “Vale” a su terminación como despedida. “Vale”es el imperativo de “valere”, verbo derivado de “valor”, palabra latina que hemos heredado sin modificación. De ahí hemos derivado “convalecencia”, “valetudinario” “inválido”, “minusválido”. Curiosamente este “vale” se corresponde con nuestro actual “cuídate” al despedirnos. Una despedida por cierto, que nunca deja de sorprenderme: como si mi interlocutor me viera descuidado o con la salud precaria. Y respecto al “valetudinario”, que para nosotros significa enfermizo, delicado, de salud quebrada, es de notar cómo le hemos dado la vuelta al término, puesto que deriva de “valetudo”, que significa “buena salud”.

Pero es que más allá de las fórmulas que se empleasen entonces y se empleen ahora para saludarnos (muy parecidas por cierto), lo realmente sorprendente es que les importase tanto la salud a los romanos, que la tuvieran siempre en boca, hasta el extremo de hacer del interés por ella una fórmula de cortesía socializadora: ¡la única! Obviamente ha de ser por aquello de que “quien hambre tiene, pan sueña”; es decir que machacada tenían que tener la salud, realmente acosados tenían que estar por la enfermedad, para andar nombrando la salud todo el día. Y la cosa no fue de una temporada, sino de toda la existencia de esa civilización, hasta llegar a traspasarnos no sólo las palabras, sino también la obsesión a la que respondían: porque ¡hay que ver con qué obsesión nos hemos lanzado a luchar por nuestra salud!

Este fenómeno de la obsesión por la salud en forma de lucha contra la enfermedad (no siempre real) manifestada en algo tan significativo como el saludo, tiene una enorme relevancia cultural: tan enorme que alcanza dimensiones antropológicas.

Inmersos como estamos en este mar de enfermedad en que nos hemos instalado, ni tan siquiera se nos ocurre que pueda ser de otro modo y que exista algún otro tipo de saludo que no se refiera a la salud. Pero sí, muy cerca de nuestra cultura, en el mundo griego, tenemos otro “saludo” mucho más luminoso, en el que no se alude ni remotamente a la salud. “Jáire” dicen los griegos cuando se encuentran, y “Jáire” cuando se despiden. ¿Y eso qué es? Pues dicen algo tan bello como “Alégrate”. Exactamente eso: “Alégrate”. Y si son varios, “Jáirete”, alegraos. Χαιρε, χαιρετε.

Pero es que la cosa tampoco es tan simple ni tan inocente; es decir que la distancia entre el “salve” latino y el “jáire” griego es aún mayor: porque cuando uno va con la fórmula completa, tanto la antigua “salutem tibi dico” (se desea lo que no se tiene) o “quómodo vales” y nuestro moderno “qué tal” o “cómo estás”, o “cómo te va”, en realidad es una invitación a hablar de males y calamidades. Es decir que con el nombre y la apariencia del interés por la salud, lo que hacemos es evocar la enfermedad: es que de hecho somos una civilización instalada en la enfermedad y necesitamos evocarla constantemente.

Y tan hecha tenemos el alma a la enfermedad y a la inseguridad (a eso en latín lo llaman infírmitas), que gastamos la mitad de nuestra vida en seguros, prevenciones, asistencias, medicamentos, instituciones hospitalarias… todo un mundo instalado en la enfermedad. Hasta seguros de vida tenemos, con los que se supone que queremos ponernos a salvo ¡también de la muerte! Salve!, salve!, salve!

He ahí cómo se nos ha hecho exageradamente profunda la huella de la obsesión de los romanos por la salud: una obsesión que trasladaron nada menos que al saludo. Motivos tenían, efectivamente, porque el paludismo se los comía, al tener que cultivar en los cenagales del Tíber. Pero ¿y nosotros?

Pues nosotros, tanto obsesionarnos con la salud, hemos dado vida a un monstruo que nos está devorando: las enfermedades producidas por el sistema sanitario (iatrogénicas) se han colocado ya por encima del 50%. ¡Casi nada lo del ojo! Y a esto hay que añadir un nivel tal de envenenamiento por medicación de las plantas y de los animales que comemos, además de nuestro propio envenenamiento a fuerza de consumir cada vez más medicamentos, que se están alzando voces exigiendo una tregua para poner freno a este despropósito. Resulta que cada vez a más gente, la medicina la está matando. Y eso porque un volumen importantísimo de los medicamentos que consumimos, contribuyen poderosamente a enfermarnos. Vivimos mucho más, pero más enfermos y medicados.

¿Sólo eso? ¡Qué va!, aún hay bastante más. Resulta que entre todos hemos construido no sabría decir si un primer, segundo, tercer, cuarto o quinto poder: la “iatrocracia” o poder médico. Por empezar, a todos los médicos los llamamos “doctor”: cuando en su inmensa mayoría no son más que licenciados. En segundo lugar, hemos puesto nuestra salud en sus manos. En tercer lugar hemos dejado que el Estado nos gobierne también a través del sistema sanitario: los médicos están a punto de convertirse en “autoridad”. Y por si faltaba algo, en Estados Unidos ya están trabajando para que el “derecho” a la sanidad pública esté vinculado a la obligación de llevar el chip instalado en tus carnes. Esto será salud, seguro que sí. Pero no salvación, sino perdición. Y como remate, en el vértice de la pirámide del poder de los médicos, se han instalado nada menos que los psiquiatras. Ellos son los que “administran” este poder y definen las políticas estatales de salud, con especial énfasis en la “salud mental”, “salud educativa”, políticas de “lavado ideológico”, “salud conductual”, etc. En una palabra, los psiquiatras son los diseñadores de la salud según el creativo concepto de la OMS.

Y ya como guinda del pastel, la mirífica y beatífica definición de “salud” de la OMS, la Organización Mundial de la Salud: “La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de enfermedad o dolencia”. Es evidente que el desiderátum de la OMS es declararnos enfermos a todos; porque aunque parezca contradictorio, el objeto sobre el que trabaja todo el tinglado de la salud, OMS incluida, no es la salud, sino la enfermedad. De ahí que esta organización no pare de declarar nuevas enfermedades y nuevos enfermos: últimamente ha declarado unos millones más de hipertensos modificando los valores. De todos modos, un “completo bienestar físico”, y “un completo bienestar mental” coronados ambos por “un completo bienestar social”, es difícil imaginar que pueda alcanzarle a mucha gente: cualquier preocupación quiebra el “completo bienestar mental”; y el simple hecho de no llegar a final de mes, cosa que le ocurre por lo menos a tres cuartos de la humanidad, arruina el “completo bienestar social”. En fin, por si no nos hiciesen bastante enfermos las enfermedades y dolencias, hemos de añadir a nuestra propensión a la enfermedad, la escasez o la falta de bienestar físico, mental y social. Si no estamos enfermos por padecer una enfermedad, la OMS nos declara igualmente enfermos por la más leve alteración de nuestro bienestar físico, mental o social. ¡Y nos medica!

¿Y qué podemos hacer ante esto? Pues lo que hicieron los griegos: salirnos de esta charca cenagosa y exclamar con ellos: ¡Jáire, amigo! ¡Jáire, amiga!

 

Mariano Arnal

Higiene

Υγιεια (hyguiéia), que significa «salud» es la palabra griega que ha usado la medicina para ponerle un nombre de postín a la limpieza. (Los anunciantes de productos de limpieza suelen recrearse en la redundancia «higiénicamente limpio»). De todos modos, en esta palabra, y en especial en relación con su sinónima latina «sanidad» se han producido algunos fenómenos interesantes. Mientras que se está generalmente de acuerdo en que con el sustantivo «higiene» denominamos «la ciencia que trata de la salud y su conservación», o según otra definición parecida, «la parte de la medicina que tiene por objeto la conservación y mejoramiento de la salud individual y colectiva», en cuanto pasamos a su adjetivo, «higiénico», hemos rebajado de tal manera su categoría científica, que llegamos al objeto que determina la más alta frecuencia de uso de este adjetivo: el «papel higiénico».

Con la palabra «sanitario», derivada de «sano», llegamos también a terminales curiosos: «el personal sanitario», «el sanitario» tratándose de una sola persona de este colectivo, «lo sanitario» (en referencia a todo aquello que tiene que ver con la sanidad, más que con la salud) y «los sanitarios», que así se llaman en el sector de la construcción los elementos propios del cuarto de baño: wáter (el sanitario por excelencia), lavabo, bañera, videt. Parece que fue la firma Roca la que puso en circulación este uso del término en el enunciado «Sanitarios Roca».

Para los griegos υγιεια (hyguiéia) significaba «salud» sin más, aunque se usaba también esta palabra como sinónimo de medicina. Con inicial mayúscula, era el nombre de Higea, diosa de la salud, hija (en algunos mitos, esposa) de Esculapio, asociada al culto de este dios. Higea solía usarse también como adjetivo acompañando a otras divinidades que no son especialmente sanadoras como Deméter y Atenea.

Más de una veintena de palabras forman el campo léxico de υγιεια. Y una aclaración ortográfica: la h le viene a higiene, igual que a historia, Homero, etc. de un signo que va encima de la vocal inicial (que no puedo reproducir en este programa), que se llama «espíritu áspero» y que indica que esa vocal ha de pronunciarse aspirada. Esa aspiración se transcribe mediante la h, que nosotros no aspiramos, pero los ingleses sí.

Donde acaba de asentarse el significado de higiene es en las especificaciones: «higiene privada» por oposición a «higiene pública», «higiene social» (en la que se engloban la higiene sexual, la «higiene mental», la «higiene terapéutica», la «higiene industrial», etc.)

Lo históricamente relevante es que nuestra civilización, procedente de la romana, tan adicta a los baños, vivió de espaldas al agua durante muchos siglos. Es el caso que los romanos construyeron lujosas termas en todas las ciudades de alguna importancia, y fue un hábito común la práctica del baño y de lo que hoy llamamos “higiene” en los baños públicos. Pero la decadencia de las costumbres que precedió al derrumbe del imperio, acabó convirtiendo estos lugares en casas de citas, de prostitución y de escándalo. Eso dio lugar a que la gente normal dejara de frecuentarlos, con lo que se acentuó aún más su aspecto decadente. Los moralistas, obviamente, arremetieron contra ellos. Resultado de todo ello fue que la inmoralidad y los baños quedaron definitivamente vinculados. La gente decente no frecuentaba los baños; y como no los había privados, el resultado fue que Europa vivió de espaldas al agua y a la “higiene” durante más de 1.500 años.

Nadie duda de que las grandes epidemias de peste tenían su origen en la tremenda falta de higiene. La Ilíada empieza contando que en el campamento griego, la peste mataba más soldados que la guerra (lo atribuían a las flechas de Apolo). Y de Troya sabemos un montón porque se han excavado 10 ciudades, cada una edificada sobre los escombros de la anterior. Y tampoco era mejor la situación de Roma. Al perfilar el calendario, muy al principio, y tener que añadirle meses (empezaba el año en marzo: de ahí que septiembre, octubre, noviembre y diciembre fueran los meses séptimo, octavo, noveno y décimo), decidieron dedicar todo un mes, el de febrero, a la limpieza, que buena falta les hacía (februarius es el mes de la purificación), y celebraban el resultado con el carrusel del carnaval. “Februa” eran las ceremonias lustrales (de limpieza) y de purificación (todas las cosas esenciales de la vida se ritualizan). Un mes al año dedicado a estos menesteres, y un año de cada 5 (el lustro) destinado al mismo objetivo, no estaba nada mal.

Es que, tal como la naturaleza no produce basura propiamente, puesto que el reciclaje le es consustancial, la civilización es una tremendísima fábrica de basura. Si lo sabrían los romanos, que ya 600 años antes de Cristo construyeron la Cloaca Máxima que, además de drenar las aguas pluviales (recordemos que Roma se construyó sobre 7 colinas), arrastraba hacia el río todos los desechos de la ciudad, para que fueran éste y el mar quienes los reciclaran. Muchísima basura en fin de cuentas. Y luego estaban las cuadras (por lo menos para la fuerza motriz de entonces, que eran los caballos), en las que desembocaban las letrinas, si las había, o que eran directamente el aliviadero de tripas y vejigas. Y además, “el arroyo” que discurría entre medio de cada dos hileras de casas que daban la cara a la respectiva calle y se daban la espalda entre sí. Eran las lluvias las que limpiaban ese arroyo al que se lanzaban toda clase de desechos, incluidos los de los “vasos de noche”. En fin, que formaba parte de la normalidad más absoluta, vivir rodeado de basuras. Y menos mal que los romanos tenían las termas, que compensaban tanta suciedad del ambiente con una exquisita higiene personal.

Pero cuando se acabaron los baños, lo demás siguió exactamente igual. En el palacio de Versalles (siglo XVII) no había cuartos de baño ni nada que se le pareciese. Rincones sí, muchos, y personal de servicio para limpiar lo que los/las nobles ensuciaban. Fue más tarde cuando se construyeron para esos menesteres esa especie de garitas colgadas en el exterior de las casas que luego fueron a parar a las galerías. Los bajantes conducían las “aguas servidas” a la red de cloacas si las había; y si no, al arroyo. Tenían que estar en el exterior, puesto que no había manera de evitar los malos olores. Hasta que se descubrió el desagüe en sifón (el wáter closed), el único tapón hermético que evita la subida de olores de la cloaca. A partir de ahí la higiene dio un vuelco espectacular: se podían instalar “cuartos de baño” en cualquier lugar de la casa, con tal que hubiese al menos una chimenea de ventilación. Y se llamaron “baños” o “cuartos de baño” porque eso fue lo más llamativo: que con ellos entró el “balneario” en casa. Termal por más señas. Y de eso hace menos de un siglo. Lo esencial es que había entrado el agua a las casas y que con este fenómeno se había inaugurado una nueva era por lo que respecta a la salud derivada de la simple limpieza (básicamente del agua y el jabón). A este nuevo impulso específico y externo de la salud se lo llamó “higiene”.

Simultáneo a este movimiento de la higiene doméstica, se desarrolló el de los balnearios y baños públicos. Se redescubrieron miles de fuentes mineromedicinales y termales en toda Europa y en su área de influencia, y se reconstruyeron sobre ellas o se construyeron de nuevo establecimientos balnearios. Además del poder curativo y preventivo del agua y el jabón, se descubrieron distintas aguas con poderes curativos diferenciados en razón de los minerales que contenían. Todo esto, obviamente, formaba parte del concepto de higiene que se había puesto de moda. Pero finalmente quedó reducido este concepto al agua y al jabón. Al servicio de esta higiene se abrieron en las ciudades numerosos baños públicos que ofrecían básicamente el servicio de duchas hasta que se generalizaron éstas en las casas.

Y ahora viene lo más espectacular de este redescubrimiento del agua para la salud: entre los balnearios de aguas mineromedicinales, estaban también los balnearios marinos en las playas, como una opción más. Se habían descubierto también las virtudes del agua de mar. Y como en los balnearios se valoraba no sólo el agua, sino también el clima, ya que la hidroterapia y la climatoterapia fueron siempre juntas, resulta que al principio en las playas se valoraba mucho más el clima que el agua: de ahí que en muchas de éstas, junto a los merenderos se instalaran “baños”, pero de agua dulce. Se había descubierto, en efecto, que para la tremenda plaga de la tuberculosis no había mejor remedio que el clima de la playa: tanto para prevenir como para curar.

Al principio había una enorme prevención contra el agua de mar: los baños tenían que hacerse por prescripción facultativa y bajo la atenta mirada del médico, que vigilaba en la caseta sobre ruedas arrastrada al interior del agua por un mulo, preparada con una cama y personal auxiliar que esperaban al bañista con una buena calefacción y cantidad de toallas para reanimarlo y hacerle entrar en calor. Los pobres naturalmente tuvieron que apañarse sin mulo, sin caseta y sin médico. Y fue así como fueron tomándole confianza al agua de mar… hasta llegar al espectacular fenómeno de las playas abarrotadas todos los veranos en todo el mundo.

Entretanto, gracias a René Quinton se descubrieron las enormes propiedades curativas del agua de mar, muy superiores a las de cualquier otra agua mineromedicinal. Creció así el prestigio del agua de mar, junto con el de la playa: los beneficios para la salud eran evidentes. La playa fue el gran recurso de los pobres para prevenir y curar la tuberculosis (los ricos tenían la recién descubierta y carísima penicilina); fue el mejor lenitivo para la psoriasis y demás problemas dermatológicos; fue un regulador hormonal y tonificador nervioso indiscutible. La prueba de esta secuencia de evidencias es que quien descubría la playa, ya no podía renunciar a ella. Y así fue como se generó una poderosísima corriente de turismo hacia la playa: el segmento turístico más potente en todo el mundo. Hasta hoy, y creciendo.

Y al mismo tiempo ocurría otro fenómeno singular: el progresivo agotamiento del agua de los ríos y de los acuíferos empleada para atender la demanda imparable de agua para la higiene. Este fenómeno ha hecho que en países de escasos recursos de agua dulce, las compañías suministradoras hayan decidido proveer a las casas con carácter gratuito, de una doble instalación de agua de mar para el baño, a fin de potenciar el ahorro de la carísima agua dulce que suministran. Con la enorme ventaja de que, haciendo de necesidad virtud, los que se han habituado al agua de mar para la higiene personal, han descubierto en ella un potencial de salud que no alcanza ni de lejos el agua dulce. El resultado evidente es que gracias a la sustitución en los baños del agua dulce por el agua de mar “para la higiene”, nos hemos encontrado con que estamos abriéndole camino a la higiene de segunda generación, mucho más potente que la primera.

Mariano Arnal

.Presentación

PALABRAS QUE SON COSAS

Somos irremediablemente “el animal que habla”. A eso lo llamaron en griego “Zóon loguikón” (tentaciones da de traducirlo como “el animal lógico”; pero no, no es ésa la idea). El problema de esa definición es que mientras los griegos expresan con una sola palabra: “LÓGOS” dos conceptos, el de “Palabra” y el de “Razón”, en latín necesitaron un nombre para cada uno de estos conceptos: “Verbum” para expresar la “Palabra”, y “Ratio” para expresar la “Razón”. Con el inconveniente añadido de que el “Verbum” latino es polisémico, pues denomina a la vez la categoría gramatical del “Verbo” y el concepto de “Palabra”.

En resumen, que a la hora de traducir la definición aristotélica de Hombre, a lo que Aristóteles llamó en realidad “el animal que habla”, los romanos lo llamaron “el animal que razona” o “animal racional”. El enredo no es de menor cuantía. Si toda definición se hace atendiendo a los caracteres más inmediatamente perceptibles, es obvio que lo más perceptible en el animal hombre como diferencial de los demás animales, es que habla; porque lo de razonar, que obviamente acompaña o sigue al hablar, no es algo evidente (sobre todo si lo separamos del habla), algo que se perciba con los sentidos, sino algo que se deduce. De ahí que el Zóon Loguikón (Ζωον Λογικον) de Aristóteles no puede ser otro que el “Animal hablador” que le entendieron todos los griegos. Pero como los romanos no pudieron traducir “Animal Verbale”, que hubiese quedado muy chusco, tradujeron “Animal Rationale”: por eso nosotros definamos al hombre como “Animal Racional” en vez de definirlo como “Animal Hablador”. ¡Menudo enredo!

Es esa condición de “Animal Hablador” que tan bien define nuestra condición humana, la que nos fuerza a entenderlo y expresarlo todo con PALABRAS (en latín, “verba”, y en griego “lógoi”).

Y obviamente, cuando entramos en el territorio sagrado de las PALABRAS QUE SON COSAS, porque nos referimos con ellas a entes de razón (ahí entran todas las ciencias, más el derecho, más la filosofía… ¿y la poesía?), no queda más remedio que proceder VERBATIM, es decir palabra por palabra, dando cuenta estricta del valor de cada una.

Y creo que esto es especialmente importante para nosotros que nos dedicamos a arar en el mar. Bastante difícil es que se mantengan abiertos los surcos que en él abrimos, para que vayamos dejando por ahí cabos sueltos y, además de tropezar con la ciencia, tropecemos con las palabras.

Pues bien, a eso dedicaré esta nueva sección con verdadera fruición: porque éste es para mí un quehacer de lujo. Mi formación en lenguas clásicas me ha forzado a ser analítico y me he empleado extensa e intensamente en el análisis de las palabras, sus formas y sus funciones. Y me he dedicado a jugar con ellas en el ámbito de una disciplina a la que llaman “lexicología”.

Llevo miles de partidas jugadas en este deporte; así que entrenamiento no me falta. Cuento además con un considerable yacimiento de fondos propios. Lo que pienso hacer de diferencial en esta sección, es aludir siempre a la conexión fuerte o débil que tenga la palabra con el agua de mar. Si abordo, por ejemplo, la palabra “colesterol”, me referiré al hecho de que todos los que se hacen análisis periódicos de sangre, al consumir agua de mar constatan que se les regula el colesterol. E intentaré además explicar por qué.

Por eso confío en que a medida que vaya creciendo esta sección, aquamaris.org se convertirá en página de referencia léxica en el entorno de los recursos naturales para la salud.

De todos modos, si he de sincerarme con mis futuros lectores, he de decir que igual que es difícil mantener una conversación sobre cualquier tema con un médico o con un economista, pongamos por caso, sin que “impriman” si visión médica o economicista a cualquier tema, del mismo modo se le hace difícil a un lexicólogo hablar de cualquier cosa sin sacar a colación las palabras con que éstas se nombran como la clave de que esas cosas sean como son. En fin, que cada uno lleva el agua a su molino, y yo llevo el agua al molino de las palabras. Si éstas no son la clave de la realidad que nombran, sí son al menos un prisma diferente que arroja una luz peculiar sobre las cosas. Confío en que esta nueva sección de aquamaris.org despertará el interés de aquellos a quienes les resulte atractivo ver las cosas iluminadas por esa otra luz.

Mariano Arnal