Respuesta al artículo «El timo del consumo del agua de mar»

Recomendamos leer el artículo de «El timo del consumo de agua de mar» antes de leer nuestra respuesta.

RESPUESTA AL ARTÍCULO “EL TIMO DEL CONSUMO DEL AGUA DE MAR” DE VÍCTOR PASCUAL DEL OLMO

Ni nos preocupa que nos critiquen, ni tenemos costumbre de responder a las críticas que sólo intentan desacreditar el consumo de agua de mar o desacreditarnos directamente a nosotros. Pero como entendemos que el artículo al que nos disponemos a responder puede crear desorientación en mucha gente y que dejarlo sin respuesta podría dar a entender que no la tenemos, ésa es la razón por la cual, con todo el respeto, pasamos a responderle a continuación.

En primer lugar tendríamos que alegrarnos todos de que la gente se sirva de la red para manifestar lo que entiende, aunque no tenga una preparación y un modo de expresarse tan académico como suelen demandar los que pretenden la exclusiva sobre sus respectivas especialidades. Efectivamente, la entrada que motiva ese artículo no es un dechado de precisión académica; pero creo que a pesar de ello merece ser tratada con más respeto.

Pero como mi interés está en lo objetivo, paso a responder a las cuestiones punto por punto. Respecto a la cita “la sal marina pura, que contiene 84 elementos de gran valor para la salud humana…” y a su comentario “sería interesante saber cuáles son esos 84 elementos de gran valor para la salud, por ejemplo los oligoelementos son 12: cobalto, cromo, cobre, flúor, hierro, manganeso, molibdeno, níquel, selenio, silicio, yodo y cinc”, he aquí mi respuesta:

Hace ya bastantes decenios que los oligoelementos no son 12. En aquamaris.org puede encontrar un par de enlaces al respecto: The chemical composition of seawater y Elementos en el agua de mar, relativo al estudio del Ocean Research Institut de la Universidad de Tokyo, que referencia y documenta 95 elementos, de los que más de 80 están cuantificados. Supongo que éste es un documento suficientemente sólido y “científico” respecto a la composición del agua de mar.

En cuanto al refinamiento de la sal, la información más objetiva es el análisis del residuo seco del agua de mar, que nadie discute que está en estas proporciones: 85% de cloruro sódico; y el restante 15% (que hasta la legislación salinera se empeña en calificar de “impurezas”) para más de 80 oligoelementos. Y en base a esto, la legislación vigente respecto a la “pureza” de la sal, en el Real Decreto 1424 de 27 de abril de 1983, determina que la “sal virgen” (la que comercialmente se llama “sal marina”) contendrá por lo menos un 94% de cloruro sódico. Es decir que hasta para la sal “sin refinar” establece la ley que se le deben eliminar hasta un 9% de “impurezas”; mientras que el contenido en NaCl de la “sal de consumo común” ha de ser como mínimo del 97%. Esta ley corregía el anterior Decreto 704/1976 de 5 de marzo, que establecía que en la sal común, las sales de calcio, magnesio y potasio no debían pasar del 1%.

En cuanto a la eliminación de los metales pesados como el plomo y el mercurio mediante el refinado de la sal, conviene recordar que los problemas de salud no los determina tanto la presencia de determinados elementos en el cuerpo, sino su presencia desequilibrada, ya sea por exceso o por su total ausencia. Le recomiendo que consulte en esta referencia (http://www.lenntech.es/tabla-peiodica/presencia-en-cuerpo-humano.htm) la presencia de elementos químicos en el cuerpo humano. Comprobará que son más de 25 y es evidente que en esta tabla no están todos.

SalRespecto a los aditivos químicos a la sal, hay abundante información bien documentada en la red. Lo obviamos porque no es ésta nuestra especialidad.

A la observación de que “La sal sin refinar provee al cuerpo numerosos minerales esenciales, en cambio la refinada, además de haber sido despojada de casi todos ellos (salvo dos), contiene aditivos dañinos y silicato de aluminio, uno de los principales causantes de la enfermedad de Alzheimer.”, usted comenta que “Esto es una burda mentira”. No cuestiono la forma del redactado y la precisión del comentarista; pero yo no lo hubiese calificado de “burda mentira”, puesto que hay en ese párrafo al menos dos informaciones distintas: una sobre la riqueza mineral de la sal refinada o sin refinar, totalmente evidente e indiscutible, y otra sobre la relación entre el aluminio y el alzheimer.

Respecto a la diferencia de minerales entre la sal refinada y la sal sin refinar, es al menos la misma diferencia que hay entre el azúcar refinado y el azúcar sin refinar. Y lo mismo respecto a cereales, harinas, aceites, etc. La información al respecto es muy abundante.

Y en cuanto a la relación entre aluminio y alzheimer, le recomiendo que busque en Google estas dos palabras relacionadas y comprobará que hay mucha más información a favor de esa relación, que en contra. Por consiguiente a mí no se me ocurriría nunca sostener un argumento así con una sola referencia.

En cuanto al párrafo sobre el “saludable y delicioso caldo” del comentarista, es una lástima que en vez de razonar sobre el tema, se haya limitado a ridiculizarlo. Así no hay quien aprenda del otro (si es que pretendía adoctrinar al pobre comentarista).

Respecto al comportamiento del agua de mar en el cuerpo en caso de naufragio, no está mal recordar que contra factum non valet argumentum; y en este artículo se vierten muchos argumentos que desmienten los hechos. La experiencia de naufragio bebiendo sólo agua de mar está hecha durante 7 días (no sé si entran en su concepto de “un poco más de tiempo”). Y al final se pierden líquidos, claro que sí; pero es de lo que tenemos mayor reserva y de lo que más podemos consumir. Los minerales en cambio, hemos de llevarlos al día: de lo contrario se produce el colapso. En la próxima experiencia de naufragio sobreviviendo únicamente con agua de mar, que esperamos tendrá lugar la próxima primavera, está previsto prolongar la duración a 10 días.

Es evidente que cuando decimos que la salinidad del mar es de 35 por mil, o del 3,5%, nos referimos a los mares que tenemos cercanos y a un valor promedio. Eso no significa que ignoremos las diferencias de salinidad entre el mar Báltico, el mar Negro o el mar Muerto.

Lo que afirma usted de que “La sal de mar es NaCl, un compuesto no cambia provenga de donde provenga, así que la sal refinada tiene la misma cantidad de sodio que la sal marina”, contiene dos errores de consideración. El primero, que la sal de mar es NaCl sólo (repito, sólo) en un 85%. Por consiguiente lo correcto es decir que la sal del mar es NaCl más póngale tranquilamente una veintena de sales (de calcio, de magnesio, de potasio, más la restante colección de fluoruros, cloruros, bromuros, ioduros, etc.).

Y gran número de comprobaciones empíricas nos llevan a creer que algo tiene el agua de mar que respecto a la hipertensión se comporta de forma muy distinta al cloruro sódico. Si tenemos en cuenta que el magnesio es un excelente antídoto contra la hipertensión (también lo es el potasio) y que en el agua de mar están estos elementos y gran cantidad de oligoelementos indispensables para el buen funcionamiento de nuestro metabolismo, quizá sea razonable sospechar que éstos son los responsables de que el sodio que se ingiere con el agua de mar, quede contrarrestado por todos éstos. El hecho es que son muchísimos los bebedores de agua de mar que acreditan sustancial mejora con respecto a su tensión arterial. Busque si lo desea “Deep sea water blood pressure” en la base de datos de PubMed (http://www.ncbi.nlm.nih.gov/pubmed) de la US National Library of Medicine y el National Institutes of Health. Ahí comprobará que lo que usted critica no pertenece al ámbito del disparate, ni menos al de la mentira.

Con respecto a la relación entre acidez y enfermedad, no es ésta nuestra especialidad. Pero existe en la red abundantísima información al respecto. Le recomiendo el video del Doctor Alberto Martí Bosch al respecto (http://youtu.be/R33xhKQWwtE). Yo diría que es especialmente luminoso.

Y respecto al análisis que hace usted de la web… ¡pues qué quiere que le diga! Primero, que no es una enciclopedia; segundo, que se la ha mirado usted no con intención de informarse, sino con intención de criticarla. Lo que no me parece nada mal si ése es su oficio. Y en cuanto a mi video “La sabiduría del agua de mar”, en primer lugar no es un vídeo “de promoción de la fundación”. Y en segundo lugar, despacharse diciendo que “está lleno de engaños y errores de bulto”, sin especificar cuáles, y con el comentario añadido de que “aunque viendo el resto de la web no te puedes esperar otra cosa”, permítame que me ahorre la calificación de quien así pontifica. El video del motor de agua, por lo menos habrá visto que no ha sido producido por Aqua Maris.

220px-René_Quinton_1908Y para hacer de contrapeso al último párrafo (bastante incalificable) les remito a René Quinton, el gran investigador del agua de mar, a caballo entre los siglos XIX y XX (un libro que le puede situar es el de André Mahé titulado “El plasma de Quinton”, que lleva como primer subtítulo, “El secreto de nuestros orígenes”, y debajo, “El agua de mar, nuestro medio interno”. Es un libro magnífico, de la editorial Icaria). Le remito también a Maynard Murray (1910-1983), que durante 40 años investigó la fertilización de la tierra con agua de mar y con sólidos marinos, con resultados espectaculares. Su libro más asequible es “Sea energy agriculture”. Le recomiendo también el de Charles Walters titulado “Fertility from the ocean deep”. He de decir para consuelo de los detractores del Agua de Mar, que René Quinton no tenía ningún título universitario. Maynard Murray, sí, era médico. Pero eso tampoco significa gran cosa, ¿eh que no?

Mariano Arnal

Salud

¿Salud y agua de mar? ¡Por supuesto! Tal como “los hombres del río” (los “Iberos”, porque al río lo llamaban Iber), justo por serlo cargaron con la enfermedad a cuestas, y por eso inventaron el saludo (la expresión del deseo de salud); “los hombres del mar” se movieron en otras coordenadas, cuya expresión social era la alegría. Todo el mundo es consciente de que vete a saber por qué extraños mecanismos, unas vacaciones en la playa nos devuelven más sanos de cuerpo y espíritu a la monotonía de cada día. “Algo tendrá el agua cuando la bendicen”: claro que sí, tiene sal, que si no, no hay agua bendita. Y además tiene la mejor sal: la más completa, equilibrada y saludable. Los que se han iniciado en la utilización terapéutica del agua de mar, lo tienen más que sabido.

La palabra salud es antiquísima y primitiva (no deriva de ninguna otra: ni siquiera de sal, aunque sería un caso de “ben trovato”). Es muy singular porque sus fronteras las delimita su contrario, que es la enfermedad y está formada por un numeroso ejército de enfermedades. La salud por sí misma no tiene entidad: debe definirse en negativo como “ausencia de enfermedad”. Igual que la libertad no se define por sí misma, sino por la ausencia de esclavitud. Los hechos que tienen entidad son la enfermedad y la esclavitud; no la salud y la libertad.

Los romanos, que son quienes nos han legado esta palabra, decían: “Una salus victis, nullam sperare salutem, que significa: la única salvación para los vencidos, es no esperar ninguna salvación. Y decían también: “Salutem tibi dico”, que significa: “Te deseo salud” o simplemente, “Te saludo”. Tenemos pues, tres significados en la misma palabra. Pero aunque no nos lo parezca a simple vista, los tres están conectados entre sí, porque salud y salvación se mueven en el mismo campo semántico. La afinidad entre estos términos la tenemos recogida en la expresión “llegar o volver sano y salvo”.

Es que los romanos, que tenían construida su vida sobre la fuerza, a la que por cierto llamaban virtus, se veían igual de perdidos (lo contrario de salvados) si les faltaba la virtus, como si les faltaba la salus. En catalán, al que es debilucho y friolero se le dice: “Poca virtut que tens”, es decir: estás así porque te falta fortaleza (¡virtud!) física. En total consonancia con la palabra “enfermedad” que nos legaron también los romanos en forma de in-fírmitas: falta de firmeza.

Pero aparte de la valoración que hiciesen éstos de la salud, el hecho léxico más notable es que sobre esta palabra construyeron (y nosotros heredamos) el verbo “saludar” y la necesidad-obligación social del saludo que, en rigor, consistía en interesarte por la salud del que se te cruzaba. Y en este caso se usaba indistintamente la fórmula “salutem tibi dico” si era cuestión de pura cortesía, o esta otra: “Quómodo vales?” (¿Qué tal? ¿Cómo estás?), si se tenía interés en tirarle de la lengua al interlocutor. Valere toma en este caso el significado de “valor”, pero relacionado con la salud: en cuyo contexto también nosotros recurrimos al término “valiente” cuando nos referimos a un enfermo que va ganando fuerzas.

La abreviación dejó el saludo romano en “Salve” (imperativo de “salvare”, derivado de “salus”) al inicio del encuentro, y “Vale” a su terminación como despedida. “Vale”es el imperativo de “valere”, verbo derivado de “valor”, palabra latina que hemos heredado sin modificación. De ahí hemos derivado “convalecencia”, “valetudinario” “inválido”, “minusválido”. Curiosamente este “vale” se corresponde con nuestro actual “cuídate” al despedirnos. Una despedida por cierto, que nunca deja de sorprenderme: como si mi interlocutor me viera descuidado o con la salud precaria. Y respecto al “valetudinario”, que para nosotros significa enfermizo, delicado, de salud quebrada, es de notar cómo le hemos dado la vuelta al término, puesto que deriva de “valetudo”, que significa “buena salud”.

Pero es que más allá de las fórmulas que se empleasen entonces y se empleen ahora para saludarnos (muy parecidas por cierto), lo realmente sorprendente es que les importase tanto la salud a los romanos, que la tuvieran siempre en boca, hasta el extremo de hacer del interés por ella una fórmula de cortesía socializadora: ¡la única! Obviamente ha de ser por aquello de que “quien hambre tiene, pan sueña”; es decir que machacada tenían que tener la salud, realmente acosados tenían que estar por la enfermedad, para andar nombrando la salud todo el día. Y la cosa no fue de una temporada, sino de toda la existencia de esa civilización, hasta llegar a traspasarnos no sólo las palabras, sino también la obsesión a la que respondían: porque ¡hay que ver con qué obsesión nos hemos lanzado a luchar por nuestra salud!

Este fenómeno de la obsesión por la salud en forma de lucha contra la enfermedad (no siempre real) manifestada en algo tan significativo como el saludo, tiene una enorme relevancia cultural: tan enorme que alcanza dimensiones antropológicas.

Inmersos como estamos en este mar de enfermedad en que nos hemos instalado, ni tan siquiera se nos ocurre que pueda ser de otro modo y que exista algún otro tipo de saludo que no se refiera a la salud. Pero sí, muy cerca de nuestra cultura, en el mundo griego, tenemos otro “saludo” mucho más luminoso, en el que no se alude ni remotamente a la salud. “Jáire” dicen los griegos cuando se encuentran, y “Jáire” cuando se despiden. ¿Y eso qué es? Pues dicen algo tan bello como “Alégrate”. Exactamente eso: “Alégrate”. Y si son varios, “Jáirete”, alegraos. Χαιρε, χαιρετε.

Pero es que la cosa tampoco es tan simple ni tan inocente; es decir que la distancia entre el “salve” latino y el “jáire” griego es aún mayor: porque cuando uno va con la fórmula completa, tanto la antigua “salutem tibi dico” (se desea lo que no se tiene) o “quómodo vales” y nuestro moderno “qué tal” o “cómo estás”, o “cómo te va”, en realidad es una invitación a hablar de males y calamidades. Es decir que con el nombre y la apariencia del interés por la salud, lo que hacemos es evocar la enfermedad: es que de hecho somos una civilización instalada en la enfermedad y necesitamos evocarla constantemente.

Y tan hecha tenemos el alma a la enfermedad y a la inseguridad (a eso en latín lo llaman infírmitas), que gastamos la mitad de nuestra vida en seguros, prevenciones, asistencias, medicamentos, instituciones hospitalarias… todo un mundo instalado en la enfermedad. Hasta seguros de vida tenemos, con los que se supone que queremos ponernos a salvo ¡también de la muerte! Salve!, salve!, salve!

He ahí cómo se nos ha hecho exageradamente profunda la huella de la obsesión de los romanos por la salud: una obsesión que trasladaron nada menos que al saludo. Motivos tenían, efectivamente, porque el paludismo se los comía, al tener que cultivar en los cenagales del Tíber. Pero ¿y nosotros?

Pues nosotros, tanto obsesionarnos con la salud, hemos dado vida a un monstruo que nos está devorando: las enfermedades producidas por el sistema sanitario (iatrogénicas) se han colocado ya por encima del 50%. ¡Casi nada lo del ojo! Y a esto hay que añadir un nivel tal de envenenamiento por medicación de las plantas y de los animales que comemos, además de nuestro propio envenenamiento a fuerza de consumir cada vez más medicamentos, que se están alzando voces exigiendo una tregua para poner freno a este despropósito. Resulta que cada vez a más gente, la medicina la está matando. Y eso porque un volumen importantísimo de los medicamentos que consumimos, contribuyen poderosamente a enfermarnos. Vivimos mucho más, pero más enfermos y medicados.

¿Sólo eso? ¡Qué va!, aún hay bastante más. Resulta que entre todos hemos construido no sabría decir si un primer, segundo, tercer, cuarto o quinto poder: la “iatrocracia” o poder médico. Por empezar, a todos los médicos los llamamos “doctor”: cuando en su inmensa mayoría no son más que licenciados. En segundo lugar, hemos puesto nuestra salud en sus manos. En tercer lugar hemos dejado que el Estado nos gobierne también a través del sistema sanitario: los médicos están a punto de convertirse en “autoridad”. Y por si faltaba algo, en Estados Unidos ya están trabajando para que el “derecho” a la sanidad pública esté vinculado a la obligación de llevar el chip instalado en tus carnes. Esto será salud, seguro que sí. Pero no salvación, sino perdición. Y como remate, en el vértice de la pirámide del poder de los médicos, se han instalado nada menos que los psiquiatras. Ellos son los que “administran” este poder y definen las políticas estatales de salud, con especial énfasis en la “salud mental”, “salud educativa”, políticas de “lavado ideológico”, “salud conductual”, etc. En una palabra, los psiquiatras son los diseñadores de la salud según el creativo concepto de la OMS.

Y ya como guinda del pastel, la mirífica y beatífica definición de “salud” de la OMS, la Organización Mundial de la Salud: “La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de enfermedad o dolencia”. Es evidente que el desiderátum de la OMS es declararnos enfermos a todos; porque aunque parezca contradictorio, el objeto sobre el que trabaja todo el tinglado de la salud, OMS incluida, no es la salud, sino la enfermedad. De ahí que esta organización no pare de declarar nuevas enfermedades y nuevos enfermos: últimamente ha declarado unos millones más de hipertensos modificando los valores. De todos modos, un “completo bienestar físico”, y “un completo bienestar mental” coronados ambos por “un completo bienestar social”, es difícil imaginar que pueda alcanzarle a mucha gente: cualquier preocupación quiebra el “completo bienestar mental”; y el simple hecho de no llegar a final de mes, cosa que le ocurre por lo menos a tres cuartos de la humanidad, arruina el “completo bienestar social”. En fin, por si no nos hiciesen bastante enfermos las enfermedades y dolencias, hemos de añadir a nuestra propensión a la enfermedad, la escasez o la falta de bienestar físico, mental y social. Si no estamos enfermos por padecer una enfermedad, la OMS nos declara igualmente enfermos por la más leve alteración de nuestro bienestar físico, mental o social. ¡Y nos medica!

¿Y qué podemos hacer ante esto? Pues lo que hicieron los griegos: salirnos de esta charca cenagosa y exclamar con ellos: ¡Jáire, amigo! ¡Jáire, amiga!

 

Mariano Arnal

Medicina

Del grupo léxico médico, es una palabra heredada de los romanos con los mismos valores iniciales que tenía para ellos, a saber: el de ciencia o arte, y el de medicamento o remedio. En la actualidad, el término “medicina” tiene asignado un valor más, de gran peso específico: el de organización. En esta ampliación del significado se refleja (igual que en la enseñanza, por ejemplo) el gran salto de la actividad individual, a la organización potentísima del sector en torno a un cuerpo de doctrina en constante evolución y a unas complejísimas estructuras profesionales y económicas, que han trascendido totalmente la individualidad. El universo de la medicina se gobierna como una de las más potentes industrias, en primera fila en cuanto a desarrollo, investigación y organización; y cuenta con importantes ramificaciones en sectores tan potentes como la agricultura, la ganadería, la industria de elaboración de alimentos y la cosmética.

Yendo al origen latino tenemos, en primer lugar, que la palabra medicina forma parte de un extenso campo léxico formado por una treintena de palabras, entre las que destacan el verbo medeor, cuyo significado primario es cuidar, tratar, y de ahí aplicar remedios (medelae); el participio presente medens, medentis, que funcionó como primitivo nombre del médico (Democrates, e primis medentium = Demócrates, uno de los primeros médicos); el femenino de médicus, que tanto nos cuesta asimilar a la lengua española (al hablante le suena mejor «doctora»): médica, en consonancia con el verbo medeor del que procede, era para los romanos la partera, la comadrona, la enfermera; medicábulum era el lugar adecuado para curarse; medicina llamaban los romanos a la ciencia de curar (que nosotros entendemos por medicina) y a la cirugía. Tenían también fijado para esta palabra el valor de medicamento: medicinam facere alicui = preparar una medicina para alguien. En la fábula de la grulla y el lobo, de Fedro, en la que se atraganta el lobo, vemos claro el valor de cirugía: gruis periculosam fecit medicinam lupo= la grulla le hizo la peligrosa intervención al lobo. Hay que señalar como curiosidad que los romanos llamaban tanto medicina como medicamentum y medicamen a los aceites, tinturas, cremas, ungüentos y pomadas de uso cosmético. El único adjetivo con que calificaban los romanos la medicina, era el de veterinaria, aunque preferían medicina iumentorum, medicina pécorum, mulomedicina. En cambio hoy los adjetivos son numerosos: medicina clínica, medicina doméstica, laboral, legal, forense, pública, privada, preventiva y un largo etcétera, resultado de la extraordinaria evolución que ha experimentado y del enorme peso social que tiene.

Pasando de la medicina al médico, seguimos dependiendo del latín médicus, que significa igual que entre nosotros, médico, cirujano. Y como entre nosotros, tiene también la forma adjetiva médicus, a, um, con el significado de medicinal; y también con el de encantador, hechicero, experto en sortilegios. Vale la pena recordar que antiguamente se distribuyó el trabajo entre el médico (que era el sabio que creaba las medicinas), al que no le estaba bien mancharse las manos; y el cirujano, a cuyo cargo quedaba todo el trabajo manual. Este menester quedaba en manos del barbero.

La palabra “médico” no ha crecido sola. Forman su entorno como antecedente, el verbo medeor; en el mismo plano, medicare, medicina, medicamen, medicamentum, remedium, irremediábilis. La similitud de forma y de significado con el griego medw (médo) y μεδεω (medéo) induce a pensar que el equivalente latino deriva del griego, o que ambos derivan de una misma lengua anterior. En su forma activa significa medir, regular, contener en una medida; en voz media, en cambio (μεδομαι /médomai) significa ocuparse de, preocuparse de, soñar en, pensar en, desear. El sustantivo obtenido del participio presente (μεδων / médon) (=el que se preocupa de, el que tiene alguien a su cuidado), se traduce como «jefe», «rey». La forma μεδεω significa además «reinar». “De casta le viene al galgo”, dice el refrán. Resulta que en su mismo origen, el rey y el médico están emparentados. Quizá estaba escrito ya en las estrellas, que los “cuidadores de la salud” acumularían tanto poder… y tanto dinero (especialmente los laboratorios, parte capital del sistema). No olvidemos al respecto, que lo que más apreció el enfermo del médico, fueron sus “remedios”, es decir los medicamentos. Y recordemos de paso que al médico (igual que al abogado) se le retribuía por lo que valía, no por lo que hacía o trabajaba. Por eso su retribución tenía el concepto de “honorarios” (honoris causa), y jamás el de sueldo, salario, paga, etc. que correspondían al estamento servil.

Función del médico era, pues, preocuparse por el enfermo. Eso explicaría que durante siglos haya funcionado la medicina a distancia. Se consideraba normal que el médico ni viese al enfermo. Lo suyo era fundamentalmente saber y decidir. La visión directa del enfermo no se consideraba que aportase nada decisivo para su curación. Y la fe de éste no nacía de la visión del médico, sino de conocer su dedicación. Pero donde se concentraba finalmente toda la fe del enfermo, era en la medicina. La principal actividad del médico no era, pues, visitar ni cuidar enfermos, sino «crear» para ellos las medicinas adecuadas. Dar con la «fórmula magistral». El enfermo confiaba en el médico en tanto en cuanto éste acertaba a diseñar la medicina adecuada, cuyo secreto se blindaba por todos los medios (uno de ellos, la receta ininteligible). Probablemente es la propia inercia que viene de tan lejos, la que impulsa a muchos pacientes a reclamarle recetas al médico y a acumular cantidad de medicinas; y es también esta misma inercia la que ha hecho posible el mantenimiento de una asistencia primaria basada casi exclusivamente en la receta, como sucedáneo de la asistencia médica.

Obsérvese, sólo de paso, que en la muy probable conexión entre el “médicus” latino y el “médon” griego, se ha mantenido a pesar de los milenios una extraña conexión: el médon griego era uno de los nombres del “rex” latino, dos términos del mismo campo semántico: el que se refiere al cuidado, la preocupación y, como extensión de ésta, la autoridad. La variación léxica latina de rex (rego, régere, rectum) nos da una idea clara de la extensión de este campo significativo. Del cuidar (medéo, régere, rectum), se pasa al mandar (médo/médon, rex) en un abrir y cerrar de ojos. Hemos pasado del ιατρος (iatrós,médico) a la iatrocracia (el dominio de los médicos y el poder de la medicina) sin habernos enterado siquiera. Pero el poder ahí está, y está entre los más grandes y absolutos que rigen nuestra sociedad: nunca jamás tuvo tanto poder el sistema que rige nuestra salud (cada vez hay más dudas sobre si realmente la “cuida”). Y obsérvese también que mientras la medicina, comandada por la farmacología, ha ido a ocupar áreas cada vez más explícitas y extensas de poder (los médicos están a punto de ser declarados “autoridad civil”) la terapéutica (de origen servil) se ha quedado en el ámbito estricto de los cuidados y de la salud.

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Cuando el médico era médicus, es decir en la cultura romana, aún se creía que traía poderes heredados del hechicero de la tribu; que era un encantador, un experto en sortilegios, que tenía algún tipo de contacto con las fuerzas y con los espíritus de la naturaleza, y que gracias a ello obtenía la curación del enfermo. Cuando la ciencia no tiene respuesta, cuando no se conoce la naturaleza de la enfermedad y por tanto no hay capacidad de intervención, se recurre a la invocación de poderes naturales y sobrenaturales. En culturas primitivas era ésa la práctica habitual de la medicina; y en culturas más evolucionadas es un recurso excepcional, pero no ya de carácter médico, sino exclusivamente mágico-religioso.

Ésta fue la medicina sustitutiva de una ciencia que no existía. Incluso en Grecia, patria de la razón, la medicina nació en los templos porque se consideraba que eran finalmente los dioses los que daban y quitaban la salud; e incluso hoy, el enfermo que no ha encontrado remedio en la medicina, antes de tirar la toalla y considerar irreversible su enfermedad, recurre a lo ancestral, al curandero, o a los santos milagreros y a sus templos (hoy es el de Lourdes el que registra mayor actividad). Miles de exvotos dan fe de ello. El índice de eficacia de estas prácticas es muy bajo. Funcionan en tanto en cuanto actúan sobre el componente psíquico que acompaña a toda enfermedad, y solamente cuando éste forma parte sustancial de la etiología y por tanto es capaz de arrastrar a las demás causas. E incluso eventualmente fuera de toda explicación de cualquier tipo.

Si la enfermedad es para el romano aegritudo (melancolía, pesadumbre, aflicción, tristeza), es decir algo fundamentalmente anímico, se entiende que el médico tenga que actuar por una parte sobre el espíritu del enfermo, y por otra se tenga que entender con los espíritus de la naturaleza, al tiempo que aporta los remedios que ahuyenten el mal espíritu que se ha apoderado del enfermo; y que este concepto de médico conviva con el científico que se va abriendo paso. Éste es el concepto holístico de la medicina, pero está muy lejos de entenderlo así la medicina convencional.

Ni las expectativas del enfermo respecto a los «poderes» del médico vienen de la nada, ni le van mal a la medicina estos excesos de fe. La medicina, por científica y tecnificada que sea, no puede ni debe prescindir del componente psíquico de toda enfermedad (ahí está la Nueva Medicina Germánica), puesto que en el menos eficaz de los casos, contribuye a alimentar la fe del paciente y a aliviar en alguna medida su estado de postración (aegritudo).

La pertinacia del enfermo por seguir viendo en el médico al heredero del mago, nos ha dejado dos profundas huellas léxicas: la primera, que el hablante le asigna a todo médico el más alto título académico, «doctor», porque necesita verlo en el más alto nivel del saber. Y la segunda, que se empeña en adjudicarle al médico la facultad de devolverle la salud, de manera que cuando se le dice que el médico sólo cuida («cura») al enfermo, y que es la naturaleza la que le «sana» (Médicus curat, natura sanat), el hablante vuelve a su idea, asignando al término «curar» el valor de «sanar».

Y una última reflexión sobre el dificilísimo camino de entrada que tiene el agua de mar en la medicina. El sistema de salud sólo entiende el “medicamento” como recurso de curación autoaplicable por el enfermo, previa prescripción médica. De ahí que el agua de mar haya podido penetrar en el santuario médico por la única puerta legítima: como producto de laboratorio, con todo lo que ello comporta de formas de promoción y precios. Y ni siquiera con la categoría administrativa de medicamento, sino únicamente como “complemento alimentario”. En Francia fue medicamento durante muchos años y figuró como tal en el Vademécum francés (el Dictionnaire Vidal), hasta que lo hizo inviable la nueva normativa europea del medicamento. En cambio el sector terapéutico la tiene en gran aprecio y la recomienda no sólo como “medicamento” en numerosas terapias, sino también como complemento alimentario y como recurso culinario.

Mariano Arnal

Día del Libro en Aqua Maris

c3Qtam9yZGktMi0x_220225_6140_1Con ocasión del día mundial del libro, queremos obsequiar a todos nuestros lectores con nuestros dos libros de carácter divulgativo sobre el agua de mar, descargables en PDF y totalmente gratuitos:

Cómo beber agua de mar (Descargar)
La mejor sal. Agua de mar (Descargar)

Disfrutadlos y compartidlos.

Feliz Sant Jordi!

Los Estados del Agua de Mar

Los que nos dedicamos a explorar las posibilidades del agua de mar para nuestra salud, hemos de empezar por clarificar qué decimos cuando decimos AGUA DE MAR. Es evidente que quien respira junto al mar, no tiene la sensación de respirar agua de mar. Sí en cambio, quien la respira a través de un nebulizador.

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Del mismo modo que los que viven en zonas hivernales no hablan de nieve sin más, porque para ellos es esencial distinguir sus diversos estados y formatos; así también los que habiendo conocido el enorme potencial salutífero del agua de mar queremos acceder a la plenitud de sus beneficios, no podemos hablar sin más del AGUA DE MAR, como si con esa expresión estuviese todo dicho.

Es evidente que a efectos de utilización terapéutica no es lo mismo el agua de mar sólida (congelada) que líquida, que pulverizada; ni es lo mismo con todos sus microorganismos (viva) que sin ellos (muerta o exclusivamente mineral, es decir esterilizada); ni es lo mismo libre (líquida) que contenida en diversas materias orgánicas, en forma de gelatina. Es del todo evidente que las posibilidades que ofrece el agua congelada no las tiene el agua a temperatura ambiente o a alta temperatura. Evidente también que la utilización combinada de estos tres estados térmicos presenta unas propiedades terapéuticas distintas que la utilización de cada una de ellas por separado. Es evidente asimismo que el agua de mar desecada (la sal marina integral) es el mejor sucedáneo del agua de mar cuando ésta es inaccesible. Y por llegar al último nivel de concreción al alcance de todo el mundo, no es lo mismo salar la comida con sal marina (aunque sea la mejor sal) que con agua de mar; ni es lo mismo someter el agua de mar al desgaste de la cocción agregándola al principio, que evitar su degradación por el fuego, salando con ella sin someterla a temperaturas por encima de los 60 grados.

Los que no estamos especializados en la nieve, podemos emplear exclusivamente esta palabra para hablar de ella; pero los que están mínimamente especializados, ya sea por deporte, ya por razones científicas o por formar la nieve parte esencial de su hábitat, están obligados a tener en cuenta sus distintos estados a fin de conocer su comportamiento y así poder disfrutar de ella con mayor provecho o para defenderse de ella con más eficacia.

No es distinta la situación respecto al agua de mar. Para un profano, incluso la referencia a «AGUA DE MAR» constituye un salto importante en sus esquemas de conocimiento, porque ésta forma parte de su vida exclusivamente para baño cuando va a la playa, y con la boca bien cerrada para ahorrarse un mal trago. Pero a un especialista en Talasoterapia no se le puede aceptar igual limitación del lenguaje, porque ello implica y casi impone una análoga limitación del conocimiento de su materia de estudio: las propiedades terapéuticas del agua de mar, son evidentemente distintas según su estado. En efecto, el que busca en el agua de mar la curación de sus afecciones respiratorias, no tiene nada que hacer con el agua de mar en estado sólido (congelada), mientras que si dispone de ella en forma pulverizada o nebulizada, sus expectativas de curación son ciertamente muy altas: más que con cualquier medicamento.

En el entorno de esta disciplina, tiene muy poco sentido hablar sin más de «agua de mar», porque eso representa cerrar horizontes. En Talasoterapia es imprescindible distinguir los ESTADOS DEL AGUA DE MAR. Imprescindible. Por supuesto que hemos de buscar la excelencia, que sólo podemos alcanzar en el mar vivo: trago directo; respiración de la bruma que levanta el choque de las olas contra el acantilado; baño en agua viva y dinamizada; ingesta de la gelatina natural formada con las microalgas secas que les arrancan las olas a las rocas. Pero éstas no son las condiciones ordinarias en que podamos disfrutar del mar los 12 meses del año. Son condiciones excepcionales de las que podemos gozar esporádicamente: por lo común, sólo si vivimos muy cerca del mar; y de no ser así, únicamente durante las vacaciones.

Pero no podemos ser maximalistas. La vida es el ejercicio continuo de lo posible. Podemos gozar de las virtudes del agua de mar no sólo en el mar, sino también lejos de él e incluso en casa, en condiciones de máxima economía y no por eso con una rebaja sustancial de la eficacia terapéutica.

En el más desfavorable de los casos podemos recurrir al estado mineral del agua de mar, al que llamamos SAL (se entiende que es sal marina integral, sin faltarle ni uno solo de los elementos que contiene el agua de mar desecada). Menos da una piedra. Y si nos aseguramos de que no haya sido mutilada ni degradada, sigue siendo muy alto el rendimiento nutritivo y terapéutico que podemos obtener de ella.

Y si importante es fijar con la máxima precisión qué es al agua de mar (primer elemento de nuestra disciplina, bajo el nombre de TALASO), sin desestimar ninguna de sus variaciones de forma o estado, imprescindible es también que fijemos el valor del segundo término del objeto de nuestro estudio: la TERAPIA, el arte de cuidarse, que elevado a su máximo nivel, es también el arte de curarse.

¡Cuídate! Es un saludo cada vez más habitual. En efecto, cada vez es más intensa la conciencia de que hemos de cuidarnos.

Mariano Arnal

¿Salar o mineralizar?

sal2Hace 60 años, esta pregunta no tenía ningún significado, porque salar era mineralizar. Lo primero se hacía conscientemente; y de lo segundo no se necesitaba ser consciente, puesto que tan inseparables eran el salar y el mineralizar, que bastaba un solo término para comprender a los dos. Y como la sal era el mineralizador único y óptimo, he aquí que a “mineralizar” se le llamaba “salar”.

 

Cuando nos echamos a la boca una verdura, una legumbre, un tubérculo o un cereal hervidos, el paladar nos advierte inmediatamente y de manera inequívoca, que esas comidas no están bien de sabor: y en efecto son de mal comer, y por tanto es preciso saborizarlas. Y eso podemos hacerlo de dos modos: echando mano de un condimento de sabor fuerte y mezclándolo con esa comida tan débil de sabor, para que esa debilidad quede opacada por el condimento; o bien, elevando el sabor débil a su máxima potencia: es decir llevando a su perfección el sabor de la verdura, de la patata, de las legumbres, de los cereales.

En el primer caso estamos comiendo una mezcla del alimento con su condimento, de tal manera que, aunque estén mezclados, sabemos distinguir los sabores de ambos. En el segundo caso en cambio, no comemos verdura, patatas, etcétera con sal, ni somos capaces de detectar el sabor diferenciado de la sal si la hemos puesto correctamente; sino que comemos esos manjares elevados a su sabor óptimo, es decir mineralizados  justo hasta el nivel en que alcanza cada uno de esos manjares su propia perfección de sabor: y es justamente el paladar el órgano encargado de advertirnos cuándo alcanzan los alimentos su mineralización óptima y por tanto su más alto valor alimentario.

Ocurre con los alimentos al salarlos-mineralizarlos, algo muy parecido a lo que nos ocurre a nosotros cuando bebemos agua de mar: no se nos salan las carnes y los huesos, sino que esa inyección mineral nos eleva el tono vital, enciende nuestras pilas, nos da marcha, nos hace más “salados” anímicamente. Nos eleva a nuestro mejor nivel tanto físico como anímico. Pues por ahí van las cosas: unos alimentos mineralizados a su mejor nivel, nos mineralizan también a nosotros a nuestro mejor nivel. Así de sencillo.

Por eso, si pensamos en mineralizar, hemos de asegurarnos de que la sal que empleamos es la mejor (y eso es bastante caro); o mejor aún: hemos de recurrir directamente a la mejor sal, que es el agua de mar. Es nuestro mejor mineralizador: sin ningún género de dudas. Eso explica que cuando bebemos agua de mar, la sensación que experimentamos no es que nos estamos salando, sino que hacemos nuestra mejor puesta a punto mineral. Indispensable por cierto, porque nuestro déficit mineral es una especie de tara biológica que compartimos con todos los herbívoros y que hemos agravado con las malas praxis agrícolas y ganaderas, y sobre todo con la increíble adulteración de la sal.

Conclusión: mientras la sal fue auténtica, dio lo mismo salar que mineralizar. Pero hoy que la inmensa mayor parte de la sal alimentaria está severamente adulterada, hemos de distinguir entre salar y mineralizar. Salar será por tanto echarle cualquier sal a la comida para contentar al paladar (que en realidad lo que nos reclama no es que salemos, sino que mineralicemos); mineralizar en cambio, será asegurarnos de que la sal que usamos, contiene todos los minerales (es el agua de mar desecada, sin escurrir y sin lavar). Estas sales tan completas suelen ser considerablemente caras. La otra alternativa es emplear directamente agua de mar: ahí sí que tenemos la garantía de mineralización integral.